jueves, 24 de mayo de 2012

54. Respeta a tu pareja

Publicado el 24 de mayo de 2012
                                                                                                                                                     Para Javier Edoardo

La escena me pareció de lo más irreal posible: ahí en medio del parque, rodeados de personas y a media tarde, la pareja se prodigaba encendidas caricias y se manifestaba, sin ningún miramiento, presagios de lo que seguramente vendría después; del respeto a los que estábamos ahí o hacia ellos mismos no existía ningún asomo. Tal vez el cuadro podría parecer normal, que no lo era, mucho menos la edad de la pareja, entre 12 y 13 años.

Faltaban cerca de 20 minutos para las 3 de la tarde, a esa hora el tianguis ubicado en el parque que da a espaldas al monumento a la madre en el Distrito Federal, está repleto de personas que laboran en los entornos y que buscan algo para comer. Coincide también con la hora de salida de las escuelas primarias y secundarias ubicadas cerca de ahí, motivo por el cual el área de juegos infantiles estaba lleno de niños y papás.

En un momento determinado mi mirada se tropezó con la joven pareja. Ella vestía uniforme escolar, su cara era la de una niña de 12 años, no más; su cuerpo no denotaba ni sugería las formas de una mujer. A sus pies descansaba una mochila escolar con la figura de una famosa gatita, en su pelo un prendedor reproducía al mismo personaje, prácticamente era una niña.

El jovencito aquel, era de aproximadamente la misma edad, tal vez un año mayor, los cabellos peinados hacia arriba. Él no llevaba uniforme escolar ni mochila alguna. Ambos se encontraban fundidos en un abrazo, detrás de ellos algunas personas columpiaban a sus hijos pequeños, delante de ellos la gente caminaba, compraba, platicaba y los miraba.

Lo estrecho del abrazo le permitía al joven tener completo acceso a la espalda de la niña y a mucho más que eso, por lo cual, sus manos recorrían libremente toda la parte posterior de la chica e incluso, exploraban por en medio de sus piernas. Ella nunca lo detuvo ni lo contuvo, no se cohibió ni realizó ningún movimiento de rechazo, simplemente consintió las atropelladas, grotescas y públicas caricias.

Por supuesto que no me quedé a terminar de ver la irreverente función, seguí caminando con una mezcla de sentimientos, pensamientos y reflexiones congestionadas en mi mente. Ciertamente en la Ciudad de México he visto situaciones que difícilmente se podrían presenciar en otra ciudad, pero el hecho aquí relatado me dejó completamente desconcertado.

Entiendo que las emociones, las pasiones y los impulsos se desatan y que en muchas ocasiones lo hacen de manera incontrolable; pero hay condiciones, horarios, lugares y sobre todo, edades para poder vivir y disfrutar esos ímpetus a plenitud. Por otra parte, no se conciben esas situaciones cuando las personas deberían estar viviendo procesos relacionados con la infancia.

También entiendo que cada quien goza de entera libertad para educar a sus hijos de la manera que quiera o considere más adecuada, pero existen normas de conducta y aspectos morales que no es conveniente trasgredir, porque las sanciones sociales y las repercusiones personales suelen ser muy duras, no solo para ellas, también para ellos.

No me voy a referir en esta ocasión a las señoritas porque ya muchas letras se han escrito sobre ello y porque no quiero caer en polémicas con criterios feministas. Quiero dirigirme a los muchachos (no a los niños como los del relato anterior) y trataré de hacerlo sin darme golpes de pecho, sin prejuicios religiosos y sin apasionamientos estériles. 

Muchachos, en cualquier tipo de relación en la que se encuentren con una chica, sea un noviazgo formal, un enamoramiento pasajero, una relación de esas carentes de compromiso o una de las llamadas “free”; es fundamental, principal y absolutamente necesario respetar y proteger a nuestra pareja.

No voy a caer en definiciones académicas o filosóficas de estos dos valores, simplemente consideraré el respeto y la protección de nuestra pareja como la acción de ponerla a salvo de las maledicencias, las habladurías y las etiquetas sociales y culturales.

Sabemos que la sociedad es muy dura con las chicas, que poco se necesita ver, escuchar o saber para que una jovencita sea calificada con un sobrenombre de sólo cuatro letras; y también sabemos que una vez puesta esa etiqueta social, muy difícilmente se pueden librar de ella. Tomando en cuenta esa consideración, muchachos, cuiden a sus parejas, no las expongan a los comentarios, a las burlas, las infamias y las habladurías de la gente.

¿Cómo pueden lograr eso? Es fácil, no hagan público lo estrictamente privado. Esto implica no hablar de ella en sentido peyorativo ni hacer alardes de los alcances que han tenido en el conocimiento de su anatomía. Y muy importante, no la exhiban ni muestren sus logros a los ojos de gente.

Siempre habrá tiempos y espacios para un beso húmedo y suave, para una caricia  que aproxime a la intimidad, para un abrazo cálido y ceñido; a la mitad de un parque, la calle, el malecón, una fiesta, el cine o la escuela nunca será el lugar ni el momento favorable para esas manifestaciones afectivas, aún y cuando no se cuente con otro lugar disponible.

El concepto de intimidad se relaciona con los aspectos interiores de cada persona, si esta noción la trasladamos a los espacios de la pareja, entonces tendremos que referirnos a elementos que atañen única y exclusivamente a la pareja y a nadie más; por tanto será necesario asegurar que la intimidad no se exhiba ni se muestre y menos se haga pública, porque si esto sucedería se perdería el significado de intimidad.

Posiblemente esto a alguien no le importe, pero entonces las consecuencias sociales irán directo al cuestionamiento de la honorabilidad, el recato y la virtud. Y me parece que nadie, sea hombre o mujer, se sentiría orgulloso de amar o de estar al lado de una persona de dudosa reputación o de discutible decoro. Pero la situación se agrava si son ustedes mismos, muchachos, la causa y la consecuencia del desprestigio social de sus propias novias o parejas.

Jóvenes, si alguna chica se anima o atreve a hacer algo con ustedes es porque los ama, porque confía o porque así lo decidió; por tanto, no la defrauden, no la exhiban, cuiden esos sentimientos y atesoren esas manifestaciones como algo propio, íntimo, como hechos que pertenecen al universo esencial de la pareja y no al dominio público.

Es verdad, en ocasiones la temperatura sube y las emociones se proyectan, entonces es preciso recurrir a toda la hombría y la fortaleza interna para atemperar esas inquietudes y esperar el tiempo propicio, durante el cual, les aseguro, el amor se disfrutará mucho más. Mientras llegan esos instantes de plenitud emocional, respeten y protejan a su pareja.

No sé que habrá sucedido con aquella parejita, no me imagino hacia qué regiones los conducirán sus emociones y sus actos, tal vez su historia sea una más de las que surgen y se esfuman en esta enorme ciudad, tal vez su historia sea la manifestación plena y concreta de una sociedad cambiante. Espero que no.

lunes, 14 de mayo de 2012

53. De tiempos y modas

Publicado el 14 de mayo de 2012

“Los muchachos de hoy ya no son los mismos de antes, ya ni siquiera desean usar sombreros” exclamo aquel elegante caballero al tiempo que manoteaba al viento su oloroso habano.
“Los tiempos buenos se han ido, hoy las cosas están tan mal que ya nadie sabe ni siquiera vestir, antes todo era fineza y garbo, que lástima que todo cambió” añadió. Con extrañeza lo miré y casi sin querer, algunas imágenes e ideas se apilaron en mi mente. 
Fue hace apenas unos días, en uno de esos domingos que se estiran implacables y parecen no tener fin, caminaba despacio por el llamado Jardín del Arte en la ciudad de México; ese enorme parque entre las calles de Sullivan y Villalongín que desde hace más de 50 años alberga, cada domingo, la multicolor galería urbana de obras de arte salidas de los más variados estilos y pinceles.

Fue entonces que escuché la gruesa y clara voz de aquel hombre entrado en años que reprendía severamente a un grupo de jóvenes. Inicialmente pensé que era uno de aquellos personajes que tras perder muchas batallas se enfrascan con la vida en cualquier esquina. Pero él no era de esos.

Vestía impecable un traje gris, de aquellos que incluyen chaleco y corbata de moño, reposaba ufano en un sillón de madera a la sombra de un álamo; en la mano izquierda un puro y sobre sus piernas elegantemente cruzadas, un sombrero de lana (de esos que solo se adquieren en los establecimientos de los antiguos portales de mercaderes junto al Zócalo).

El grupo de muchachos que sufría aquella reprimenda se aglutinaba en torno a algunas pinturas que reflejaban estampas citadinas de los años treinta o cuarentas y, desenfadadamente, reían y comentaban en torno a aquellas lejanas formas de vestir. Fue eso lo que enfadó al caballero elegante.
La letanía de aquel hombre incluyó calificativos para las modas actuales que iban desde andrajosas, deshilachadas y descoloridas, hasta irreverentes, insultantes lascivas e impertinentes. Los jóvenes fueron amables y comedidos, simplemente se miraron entre sí y se alejaron sin hacer mayores comentarios.
En medio de todo aquel alboroto de formas y denominadores quedé yo, mirando hacia los extremos del tiempo y la moda, observando por un lado la tradicional elegancia en el vestir y por el otro la expresiva casualidad de figuras y colores.

Ahí estaba yo, situado en el margen intermedio que existe entre estas representativas épocas y, sea la edad, el tiempo, el ánimo o el momento, caí en la cuenta de que mis simpatías y agrados se comparten en igualdad de términos.

Repasé los severos contraargumentos impartidos a la moda y las alabanzas a los “buenos y lejanos tiempos” y reparé en el agraciado hecho de sentirme parte integral y activa de los actuales buenos tiempos, los que te permiten sin mayores reparos acomodarte a las formas y a los momentos.
Si, afortunadamente pertenezco a esta benigna época que se amolda al cashmere y a la mezclilla, a los sombreros panamá y las cachuchas Bilbao lo mismo que a las gorras deportivas; que va del clásico color Oxford a vibrantes, escandalosas y divertidas tonalidades de verdes, rosas y naranjas; tiempos que propician la alternancia entre lo formal y lo casual, lo elegante y lo relajado.

Es verdad, los tiempos han cambiado, y las formas de vestir también, yo no sé si hemos mejorado o empeorado, lo cierto es que no importa la edad que se tenga, sino el momento, la ocasión y la oportunidad para ir de lo casual a lo formal, a lo deportivo o lo, de plano, extraordinariamente cómodo.
Aquel caballero se quedó de fijo en su época de tradicional elegancia, celebro que existan personajes así, que resguarden las añejas costumbres, los modos y las modas; que nos permitan un atisbo en el tiempo a aquellas clásicas usanzas en las formas de vestir y actuar.

Celebro las juveniles, frescas y expresivas formas en la ropa actual. Pero aún, mucho más, festejo la época que nos permite ir de una moda a la otra en un par de horas. Dichosos tiempos que nos tocó vivir.

domingo, 19 de febrero de 2012

52. Pedaleando en Reforma

Publicado el 18 de febrero de 2012

A quien me enseñó la dicha de
                                                                                                                                      manejar una bicicleta

 Hace apenas un año se me hubiera hecho difícil imaginarlo, aún hoy, me siento sorprendido cuando me descubro, despreocupado y sin prisas, manejando una bicicleta en las laterales del Paseo de la Reforma, una de las principales y más hermosas avenidas de la Ciudad de México.
Lo asombroso de todo, lo representa el hecho de que, manejar una bicicleta en el Paseo de la Reforma, no es algo extraordinario, inusual o que sorprenda a muchos en esta ciudad, por el contrario, es una actividad cotidiana y muy normal en esta parte de la capital de la república.

En las primeras horas de cualquier día laboral, es habitual ver a numerosas personas trasladarse en bicicleta por la importante y elegante avenida, y no, no están ejercitándose ni portan ropa deportiva, simplemente cubren el último tramo de su traslado hacia sus centros de trabajo y van perfectamente vestidos de traje y corbata los hombres o de medias y tacones las mujeres.

Yo también pedaleo alegremente en las mañanas rumbo a mi oficina, y no corro ningún peligro porque lo hago en los carriles de confinamiento para bicicletas ubicados en las laterales del Paseo de la Reforma, cerca de los automóviles pero al mismo tiempo con la seguridad de que no invadirán el espacio exclusivo para los ciclistas.

Lo que si es importante destacar es el hecho de que la mayoría de los que nos transportamos en bicicleta no somos dueños de la misma, utilizamos las que pone a disposición el sistema de transporte individual Ecobici y que nos renta por 300 pesos anuales.

Este modelo de transporte público individual para trayectorias cortas, de gran aceptación entre los capitalinos y de creciente demanda, fue adaptado de esquemas similares que se usan en París y Barcelona, considerados como los más exitosos en cuanto a su funcionamiento, operación y mantenimiento.

El sistema es simple: te inscribes en el programa, pagas la cuota que te da derecho a una credencial con la que acudes a las cicloestaciones; un lector óptico te asigna una bicicleta y te permite usarla hasta por 45 minutos, al término de los cuales la depositas en la cicloestación más cercana a tu destino (están repartidas por buena parte del centro histórico y colonias aledañas al Paseo de la Reforma) y eso es todo.

5 minutos después puedes solicitar otra bicicleta y conducirla por un periodo de tiempo similar, si no cumples con el lapso asignado corres el riesgo de que se te amonesten o suspendan la membresía y el privilegio de disfrutar de las dinámicas y versátiles bicicletas.

¿Alguien se roba las bicicletas? Desde que el programa empezó a funcionar en febrero de 2010 solo se han robado 2 de las mil doscientas bicicletas públicas, una cifra bastante baja para los estándares y la fama que se acarrea esta ciudad, mucho más si tomamos en consideración que los casi 30 mil usuarios inscritos en este programa realizamos un promedio de 8 mil 500 viajes diarios.

Esta cómoda, segura, ecológica, amigable, divertida y hasta romántica opción de transporte crecerá este año a casi 4 mil bicicletas y 65 mil usuarios quienes, apoyados por estudios de ingeniería de tránsito y en el establecimiento de vías de circulación confinadas, permitirán que se incremente el flujo de ciclistas.

Mientras todo eso sucede, yo continuo con mis recorridos en bicicleta, disfrutando del arbolado Paseo de la Reforma, conduciendo al lado de automovilistas que han aprendido a respetar a los ciclistas, o manejando sobre los amplios espacios para peatones, lo cual también está permitido, siempre que se respete la preferencia de las personas que caminan en esos lugares.

Si, es una visión distinta de la Ciudad de México, alejada de la imagen que se proyecta en las notas rojas de los medios de comunicación sensacionalistas, es una realidad alterna que se vive y se disfruta, una paradoja de los tiempos, un remanso de tranquilidad en el continuo apresuramiento y desasosiego que inspira y proyecta esta ciudad y la vida misma.

Ahí voy yo, con mi pedaleo sereno y relajado, conduciendo sin prisas ni sobresaltos hacia un destino conocido y con la certeza de que estaré bien al llegar. Mientras tanto, la ciudad pasa a mi lado, no me daña, no me empuja, no me acosa ni amenaza, simplemente transcurre suave y tranquila, como si ella también estuviera sobre una bicicleta.

domingo, 12 de febrero de 2012

51. Desfile en Reforma

Publicado en agosto de 2011

La noche se asoma imperceptible por entre los modernos edificios de la capital, la avenida se congestiona aún más de automóviles que se desafían y riñen por ganar apenas unos metros de pavimento; en la acera las personas caminan sumergidas entre prisas e incertidumbres. En el centro de todo, la desinhibida Diana Cazadora se planta plena de vanidades y cuajada de su cotidiana sensualidad. Es la vida que transcurre, es el tiempo que se escurre y resbala por las calles de la ciudad de México.

Mientras permanezco sentado en una añosa banca de la avenida Reforma y como si se tratara de una muestra diseñada intencionalmente, ante mí discurren los actores que le dan cierta representatividad a la escena de la vida en este favorecido sector del Distrito Federal; en tanto que yo, casi sin darme cuenta, me voy transformando en un casual, paciente e impasible espectador de este inusual desfile.

En este inexorable trascurrir del tiempo, sin mayores recatos y sin nada más importante que hacer, mi mente divaga e imagina, vagabundea y recrea insignificantes suposiciones sobre las personas que transitan sin imaginar que son observadas y que han sido convertidas en efímero tema de estudio.

Es fácil imaginar que aquella chica va saliendo de alguna oficina, una urgencia la retrasó; ahora camina aprisa en busca de un taxi al mismo tiempo que marca un número en su teléfono móvil. La llamada viaja y se concreta, tal vez responde un hijo que espera en casa, un ansioso e impaciente amante o la amiga confidente de sus diarias inquietudes.

Con paso lento y apesadumbrado entra en la escena un hombre, su bolsa repleta de artículos diferentes no deja lugar a dudas, es un vendedor ambulante. Hoy tuvo un mal día, la abrumadora competencia lo venció de la misma forma en que la vida lo va sometiendo día tras día. Su mirada busca un resquicio de esperanza, nada; duda un instante sobre el camino a seguir, finalmente se decide y se pierde en las calles.

Este debe ser un ejecutivo, lleva en una mano un portafolio y en la otra el teléfono; su mirada extraviada no difiere mucho de la del vendedor ambulante, son los mismos gestos, las mismas vaguedades, la misma desesperanza y desaliento; aunque las preocupaciones, los intereses y los alcances sean de otra índole.

El hombre es observado por una chica de cabello largo, falda corta y tacones hasta el cielo; lo mira con interés por un rato, pone cara de fastidio y se aleja; al hacerlo, pasa junto a un joven que luce un peinado de cola de caballo y aretes en varias partes del rostro, él le dice algo, ella ni siquiera lo mira y acelera el paso.

Una pareja de novios caminan despreocupados y sumergidos en el extraño sentimiento que los aproxima; no les importa que ambos sean del mismo sexo, no se reprimen ni se esconden (en esta ciudad no tienen por qué hacerlo) sus manos y sus almas se aferran mientras se besan, ríen y se sumergen confiados en su mundo abierto y diverso.

Se abre un espacio para las nuevas y distintivas tribus urbanas; son dos chicas: faldas, blusas, mallas y tenis negros (apenas se asoman tímidos algunos tintes rosas y blancos) peinados extraños, aretes y aretes y más aretes. Son muy jóvenes, buscan identidad, no saben de filosofías ni de estilos de vida ni de radicalismos a ultranza. Allá van, demostrando una falsa seguridad y un innecesario atrevimiento.

Pasa frente a mí un grupo, ellos de hombres de traje y corbata, la mayoría de ellas con traje sastre; recuerdo que esta parte de la ciudad es un área de múltiples y muy variadas oficinas y negocios. La forma de vestir los uniforma, no puedo adivinar el puesto que podrían ocupar en la jerarquía organizacional. Es con toda seguridad la burocracia que hace advertir su presencia en la escena nacional.

No la había notado, pero tengo un compañero de banca; alrededor de los setenta años, suéter abierto al frente, boina a la manera de los gachupines, bastón de madera y un libro cerrado del cual no alcanzo a leer el título. Él no es un espectador, su mirada descansa en la nada, se pierde en realidades extinguidas, en esperanzas fugitivas; en las ilusiones y amores que alguna vez persiguió y alcanzó.
La noche se ha concretado, el desfile no cesa (nunca se detiene en esta ciudad); yo debo marchar, ahora seré yo quien transite frente a otros espectadores que tal vez también hilvanen sus propias suposiciones sobre mí. Avanzo aprisa sobre Reforma al encuentro de mi camino y de los sueños que con tanto esfuerzo y emoción estoy construyendo en este día a día.

Tras de mí, la gente sigue entrelazando sus historias, viviendo sus vidas y librando sus particulares batallas en una ciudad que no te ofrece mucha tregua. Detrás también queda, la siempre lozana Diana Cazadora, la sublime celestina que todo lo mira y todo lo calla, testigo fiel del incesante latir del corazón de la Ciudad de México.


miércoles, 1 de junio de 2011

50. Huele a Campeche

Publicado el 1 de junio de 2011
 
 
Hoy huele a Campeche; casi sin tomarse en cuenta, el comentario se deslizó muy suavemente por la electrónica red hasta que finalmente cayó en el fondo de mi desprevenido ánimo. Te miré con extrañeza en la pantalla de mi ordenador y la pregunta surgió espontanea: ¿A qué huele Campeche?  
En un instante, los recuerdos cálidos, las vivencias alegres, las juveniles ilusiones y las inquietas melancolías se matizaron de familiares olores que se precipitaron desde los rincones más luminosos de nuestras vidas cotidianas y llenaron de colores y aromas nuestra cibernética charla.
Campeche tiene los perfumes de un mar que se aletarga en sus orillas, ese aroma suave y tenue que se prende en la ropa, se enreda en el pelo y abrazado al cuerpo penetra hasta los linderos del espíritu para no desprenderse jamás de él. Campeche huele a olas que murmuran, arrullan y cantan;  a brisa, a tarde, a sol y a sal.
Es cierto, la ciudad huele a mar; pero también a tardes de lluvia (ese olor tan dócil de la tierra humedecida) a yerba recién cortada, a frutas maduras (si, a mangos, naranjas, grosellas, tamarindo, ciruelas y guayabas) y también a flamboyanes, buganvilias, limoneros y tulipanes; y a palmeras, manglares y cocoteros.
¿Y más allá de todo eso? ¿Y si nos internamos aún más en los olores del recuerdo y en los recuerdos de los olores? Entonces, lo descubrimos: Campeche huele a las esencias de la infancia: pan dulce, galletas y bizcochos, chocolate batido (el batidor de madera tiene su propio aroma) agua de Colonia y al jabón Maja de la abuela.
Huele a aquellas tardes de jugar despreocupados en las calles cercanas a casa, al cuero de las mochilas nuevas y al homenaje en el patio de la escuela. A los días de playa, a risas y bromas; a dejar correr las horas despreocupadamente, a sosiego e infantil desenfado.

Y en un descuido, también se precipitaron los aromas suaves de los dulces y antojos de la niñez: pepitas y cacahuates, buñuelos con miel, torrejas, dulce de pan, de calabaza y papaya; cocoyoles, suspiros y frailes, dulce de coco y saladitos de tamarindo, charritos con cebolla y chile jalapeño; tantos y tantos aromas enlazados a tantas y tantas remembranzas.
¿Recuerdas cuando salíamos de la escuela López Mateos y caminábamos de regreso a casa por la calle12? En esos días de principios de los años setenta, era posible adivinar lo que iban a comer en cada casa por la que pasábamos.
Pescado frito con frijoles de olla, bistec con arroz blanco y plátano frito, frijol con puerco, pollo con verduras, pan de cazón y muchos otros aromas deliciosos que inundaban y matizaban el camino de regreso a casa. Si, Campeche también huele a la comida del hogar.
Pero además, los tiempos en Campeche también tienen sus propios olores. Cuando se acerca el mes de abril el ambiente tiene aroma de Semana Santa (no sé cuál es ese olor, pero de verdad que huele a Semana Santa). ¿Y el día de muertos? ¡Entonces la ciudad entera huele a pibipollos! Y no es de sorprenderse cuando escuchamos a alguien decir: ya huele a navidad.
Yo creo que la ciudad tiene un cierto aroma a nostalgia, a recuerdos y leyendas; Es verdad, pero también se respiran los atardeceres y las noches cálidas iluminadas por la luna inmensa; se respiran romances, susurros y promesas atadas a ensueños.
Se percibe el olor de las emociones que se encuentran y coinciden, se recuerda la dulce fragancia de los amores primeros, de los besos escondidos y las inquietudes que sorprendidas despiertan y se confirman cuajadas de dulces juramentos.
La ciudad atesora el grato y cálido aroma del hogar y las tradiciones familiares; huele a mis hijos, a mi madre y a mis hermanos; huele también a los amigos (los de ayer y los de hoy) a la comodidad de sentirse en el hogar, a encuentros afectuosos, a seguridad, refugio, armonía y descanso.
La ciudad transpira fragancias que se quedan impregnadas en la parte más sensible del alma de sus habitantes; la ciudad está llena de olores gratos y familiares, de aromas conocidos y reconocidos, de esencias que evocan ayeres y recuerdan emociones.

Pero además, yo tengo atrapado el olor a Campeche, tengo los pensamientos y las emociones empapadas de ese tan particular y campechano perfume, su bálsamo inunda mis palabras y mi espíritu y se acuna desenfadado en mis letras. Quiero conservar esa esencia, regocijarme en ella, así me siento bien. ¿Y tú? Sí, yo también.

domingo, 3 de abril de 2011

49. Una visita a Frida

Publicado el 1 de abril de 2011

Espero alegre la salida y espero no volver jamás

Frida
 

Entrar a la que fuera casa de la famosa pintora mexicana Frida Kahlo representó un impacto en más de un sentido; por un lado es encontrarse de frente con una parte importante de la historia y la cultura nacional. En otro sentido, el desconsuelo de hallarse con una casa evidentemente modificada en su estructura original y con muy pocos elementos que permitieran atisbar la personalidad impactante de Frida.

La llamada Casa Azul, el lugar donde nació, vivió y murió Magdalena Carmen Frida Kahlo y Calderón, ubicada en la esquina de las calles Londres y Allende en Coyoacán, luce una fachada austera, lisa, llana; solo llama la atención la enorme puerta de madera que tantas veces debió ver pasar a la pintora. Yo pensaba que entrar en la casa sería como trasladarme al México de los años cuarenta y al mismo tiempo, entrar en la magia y la irreverencia de Diego y Frida.

No fue del todo así. De principio se entra en un pequeño zaguán al cual se le instaló un torniquete de acceso y, para hacer mucho más profano el lugar, se perforó la pared derecha para habilitar una taquilla y un depósito de bolsas y mochilas.

A partir de ahí, se da acceso a una serie de pequeñas habitaciones, la primera luce una enorme chimenea de estilo prehispánico diseñada por Diego Rivera, al parecer es lo único que queda de lo que debió ser la sala principal de la casa. Las pequeñas proporciones del lugar hacen fácilmente adivinar las modificaciones

El resto de las habitaciones (con los enormes ventanales clausurados) sirven para exponer bocetos y obras inconclusas de la pintora; llaman la atención un cuadro que muestra el árbol genealógico de Frida al que solo le faltó pintar el rostro de unos niños; asimismo, el famoso teatro de títeres diseñado por la propia Frida. Hay cuadros que son solo rayones, trazos alrededor de algún dibujo (como el que intentó ser un paisaje de Nueva York).

Una vez terminada las impersonales salitas se llega a lo que queda de original de la casa del matrimonio Rivera Kahlo; me asombró ver tantos desniveles y escaleras en la casa de una mujer casi lisiada, pero entiendo que se diseñó y construyó mucho antes del accidente de Frida.

En un primer nivel se tiene acceso a un pasillo que por un lado da a la cocina y por otro al comedor. La cocina conserva una enorme hornilla, de las que ya no se usaban en la época en que Frida vivía pero que eran de su personal gusto. El resto de la cocina está acondicionado con un mobiliario demasiado austero aunque muy colorido con predominio del amarillo.

El comedor está decorado en el mismo estilo que la cocina; salvo por un sillón raido, no me parece sean el mobiliario con el que la pareja recibía a personalidades de la talla de los muralistas David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, el poeta Pablo Neruda y político León Trotsky entre otros grandes personajes de la política, las artes y las ciencias de aquella época. 

Por cierto, el comedor conecta directamente a una pequeña habitación en la que precisamente se hospedó Trotsky durante su exilio en la Ciudad de México. La recámara es pequeña, luce almohadones bordados muy al estilo de Frida, sillones de descanso, mesa de medianoche, ropero y una cómoda.

Regresando al pasillo, se puede descender a una pequeña sala (hoy sería una confortable, cálida y acogedora salita para ver televisión) que seguramente era utilizada como un bar o para una amena plática con dos o tres amigos.

De ahí, nuevamente escaleras para llegar al estudio de Frida, este lugar representa la parte más rica que se conserva de la Casa Azul. En el estudio, se pueden observar toda clase de pinceles y recipientes de pintura, el caballete de Frida (regalo del magnate estadounidense Nelson Rockefeller) la paleta los estuches y las mesas de dibujo entre otros objetos propios de un artista.

El lugar tiene un enorme ventanal que da directamente a los muy amplios y cuidados jardines de la Casa Azul; es un lugar lleno de luz, cómodo, fresco, ventilado, dan ganas de quedarse en ese lugar. Es muy fácil imaginarse a Frida o a Diego permaneciendo por horas dedicados a su labor creativa en ese lugar.

El estudio continua con sillones de descanso de Frida, silla de ruedas y muletas, los corsés decorados por la propia Frida y uno de sus famosos vestidos oaxaqueños. El mobiliario lo complementa un enorme mueble atestado de los libros de Diego Rivera y un enorme y descolorido espejo (cuantas veces debió mirarse Frida en él) y algunos cuadros de paisajes mexicanos.

 Al final del estudio, se ubica una especie de vitrina llena de cosas, de esas cosas de las cuales se van llenando nuestras casas y nuestras vidas: pinceles viejos, pequeñas artesanías, baratijas, una miniatura de una caja de Coca Cola, cajas de medicamentos, frascos de perfume y muchas cosas más en el perfecto, cotidiano y hogareño desacomodo en que seguramente Frida lo tenía.

El estudio da a un pequeño pasillo en el que se acondicionó un sitio de descanso para Frida, ahí está la famosa cama en que fue traslada a la única exposición de sus obras que tuviera en vida en la Ciudad de México, poco antes de su muerte en julio de 1954.

La cama tiene cuatro columnas en sus extremos y en lo alto una madera hace las veces de techo y de soporte de un espejo (colocado en ese lugar por la mamá de Frida para que pudiera mirarse durante los largos meses de convalecencia después de su accidente). Sobre la cama, los tradicionales almohadones bordados y los clásicos rebozos le dan marco y realce a la máscara mortuoria de Frida Kahlo.

Inmediatamente después del pasillo de descanso, se exhibe (en lo que debe ser otra modificación a la casa) la recámara personal de la pintora: una cama un poco más grande, más muletas y corsés decorados, un banquillo dedicado a la niña Fridita fechado en 1910, muchas fotos, otra enorme vitrina llena de juguetes y adornos.

La recámara no tiene ventanas, se siente un tanto húmeda y hasta fría. No hay un baño cercano, no hay rasgos, no hay magia, no hay energía. Tal vez porque esa habitación no fue verdaderamente la recámara de Frida (¿Para qué tener la cama de descanso junto a la habitación principal?) tal vez porque la casa desde 1957 es un museo y ha perdido la esencia y la calidez humana.

Eso es todo de la casa, desde el pasillo se desciende a los jardines, de ahí siguen espacios acondicionados como baños públicos, tienda de recuerdos, cafetería, sala de exhibición de piezas prehispánicas y acceso a salas temáticas que en realidad están en el domicilio adjunto.

Salí de la casa con una emoción extraña, con un sentimiento de pesadez, desgano y desilusión. Esperaba encontrarme con el espíritu de Frida, acechar los misterios de su mente atormentada, deseaba enamorarme de una vez y para siempre de la eterna Frida.

No pude hacerlo, se evaporaron las ánimas de los que alguna vez habitaron la Casa Azul de Coyoacán, junto con ellas, se fueron también los secretos, se fue el encanto. Frida queda en el recuerdo y en sus obras, no en esa casa, no en esos vacios muros azules, Frida se fue de ellos y no volverá jamás.

miércoles, 16 de marzo de 2011

48. Recobrando la confianza

Publicado el 16 de marzo de 2011


Una respuesta para Laura
 
¿Cómo puedo seguir confiando en las personas?  Esa fue tu pregunta final; mi respuesta quedó en agónica y desesperante espera. No es una pregunta fácil, no existen fórmulas ni procedimientos específicos para reconciliarnos con uno de los más importantes valores que prevalecen en las relaciones humanas: la confianza.

Por ello he tardado todo este tiempo en contestar y porque además no tengo una respuesta precisa, exacta y correcta para esa pregunta (creo que nadie puede tenerla). Sin embargo, a través de estas líneas, aventuro un particular punto de vista; solo espero que la ligereza que pueda tener mi opinión pueda servirte en algo.

Sé que el año pasado fue muy penoso para ti, perder irremediablemente a seres queridos es duro, pero es mucho más difícil y triste cuando el drama familiar implica enfrentarse con la indolencia y la crueldad de la raza humana.

Comprendo que la suma de tantas desgracias esté generando sentimientos de rechazo y recelo y que todo eso te aleje de algunos valores básicos en las relaciones humanas. No obstante, es preciso que recuperes la fe y la confianza en las personas, que sin desfallecer y con todas tus fuerzas, busques y encuentres los caminos que te acerquen y reconcilien con la naturaleza humana.

Creer y confiar en los demás no es tarea fácil (especialmente si nos hemos sentido tan lastimados y heridos) pero es una necesidad individual y un reto personal, porque no podemos, ni es socialmente sano, aislarnos del mundo y recluirnos en nuestro claustro personal, mental y emocional. Debemos seguir viviendo y la gente forma parte de nuestro entorno.

Reconozco que existen muchas personas con intenciones dobles y solapadas, también hay quienes simulan amor y afectividad cuando sus fines son engañar, traicionar y destruir los más nobles sentimientos, desgraciadamente hay quienes llevan más allá su nivel de maldad; pero eso no debe cegarnos ante la bondad que persiste en el mundo.

Yo tengo la certeza y la firme creencia de que la mayoría de las personas son naturalmente buenas y dignas de confianza; también entiendo que en ocasiones es preciso ser cauto y asentar nuestra creencia en hechos que respalden la confiabilidad y la certidumbre en la buena voluntad.

La verdadera habilidad del ser humano estriba en distinguir la diferencia entre los que merecen nuestra confianza y aquellas personas de las que es preferible alejarse. En este sentido creo que debemos aproximarnos a quienes cuentan con una formación espiritual sólida y con valores claros, fuertes, definidos y principalmente, probados en la práctica.

Conviene estar cerca de las personas a quienes conocemos y reconocemos por sus obras más que por sus palabras, a las que cuentan con un historial de responsabilidad y apego a costumbres socialmente aceptadas y a las que han demostrado madurez, mesura y éxito en sus relaciones interpersonales

Previo a entrar en el proceso de recuperar la confianza, considero que debes reflexionar en las bondades del perdón, me refiero precisamente a los beneficios personales que obtendrás al dispensar las faltas. Suelta el daño y el rencor, no permitas que aquello que perjudicó el bienestar de tu familia te siga lastimando. Perdonar facilita el cierre de heridas y te reconcilia con el mundo.

Finalmente, los que se fueron ya están en paz, los que lo provocaron pagarán sus culpas, sea por la justicia humana o por la mano de Dios. En medio de todo eso estás tú y la que importa eres tú y la cantidad de confianza que tengas en ti misma. Recuerda que lo valioso en las personas radica más en lo que puede dar que en lo que espera recibir.

Sigue luchando amiga, reconcíliate contigo y con las personas; mantente íntegra, plena y perseverante ante los giros de la vida y el destino. Recupera tu fuerza interior y encuentra en ella la capacidad para tornar lo adverso a tu favor. Cree, ama, confía, lucha siempre por ser feliz y, sin descanso, busca a Dios, Él tiene las respuestas. Muchos saludos y mucha suerte en tu vida.  

domingo, 6 de marzo de 2011

47. Apuntes desde la Ciudad de México

Publicado el 25 de febrero de 2011


¿Por qué se ha de temer a los cambios?
Toda la vida es un cambio.
H.G. Wells

Mientras el camino avanzaba, atrás iba quedando Campeche, mi casa, mis afectos y mi particular forma de vivir; los lazos familiares me detienen pero el camino me llama, me atrae. La gran ciudad de México, sus grandes avenidas y sus zonas sombrías no reparan en mi llegada; nada cambia en ella, todo cambia para mí.

Yo nací en la ciudad de Campeche y siempre (salvo algunos años infantiles) había vivido en esa ciudad. Toda mi vida he estado cobijado y arropado por una enorme y afectuosa familia sanromanera; El mar siempre fue un marco esplendido para los sucesos que, para bien o para mal, marcaron mi existencia.

Mi historia está en Campeche; mis hijos, mis padres y las personas que amo están en Campeche. Mi casa, mi hogar y mi refugio también están en Campeche. Allá viven la mayoría de los amigos que elegí y con quienes he compartido las altas y bajas de la vida.

En Campeche está una particular y apacible forma de vida que me caracteriza y califica, allá está mi descanso y mi sueño, el amor y el desamor, la paz y la inquietud, los sueños rotos y las cálidas promesas. Todo está en Campeche. Pero entonces ¿Qué anhelos persigo en la enorme ciudad de México?

No fue un impulso lo que me hizo aceptar una promoción dentro del Instituto Mexicano del Seguro Social; no fue una ocurrencia, ni una idea fugaz. Tampoco fue un acto heroico o un sacrificio supremo dejar la quietud de Campeche para ir a enfrentarse a la vorágine que prevalece en la capital del país. Fue algo más interno, más íntimo.

Fue el deseo de cambiar, de modificar los escenarios que ya no llenaban mis expectativas y necesidades personales; fueron las ganas enormes de explorar mis alcances, de conocer y reconocer mis aptitudes y capacidades, de abrirme espacios en entornos diferentes, de encontrar y generar nuevas posibilidades de realización laboral y profesional.

En medio de todos esos deseos crecientes, y ante la amenaza de permanecer en la inamovilidad frustrante y aplastante, la vida y el camino me han conducido hasta esta ciudad lejana y ajena, árida y fría, colmada de gente y paradójicamente, solitaria, vacía e impersonal.

Pero esta fue mi elección, es este el camino que decidí caminar, es la nueva forma de vida que resolví vivir, son los espacios que escogí para culminar mis impulsos y aspiraciones laborales, son los sueños que un día quise soñar y vivir y disfrutar; es la tierra que debo descubrir, conquistar y hacer mía durante el tiempo que permanezca aquí.

¿Qué harías si no tuvieras miedo? Esa ha sido desde hace muchos años la pregunta que revolotea incansable por mi cerebro. Hoy me he liberado del miedo que paraliza, del sentimiento negativo que busca la permanencia en los espacios cómodos y agradables. Hoy he tenido el deseo creciente de modificar y revolucionar mis estándares de vida y creo que lo estoy consiguiendo. ¿Qué harías si no tuvieras miedo? Hoy yo ya tengo la respuesta, mi respuesta.