jueves, 24 de mayo de 2012

54. Respeta a tu pareja

Publicado el 24 de mayo de 2012
                                                                                                                                                     Para Javier Edoardo

La escena me pareció de lo más irreal posible: ahí en medio del parque, rodeados de personas y a media tarde, la pareja se prodigaba encendidas caricias y se manifestaba, sin ningún miramiento, presagios de lo que seguramente vendría después; del respeto a los que estábamos ahí o hacia ellos mismos no existía ningún asomo. Tal vez el cuadro podría parecer normal, que no lo era, mucho menos la edad de la pareja, entre 12 y 13 años.

Faltaban cerca de 20 minutos para las 3 de la tarde, a esa hora el tianguis ubicado en el parque que da a espaldas al monumento a la madre en el Distrito Federal, está repleto de personas que laboran en los entornos y que buscan algo para comer. Coincide también con la hora de salida de las escuelas primarias y secundarias ubicadas cerca de ahí, motivo por el cual el área de juegos infantiles estaba lleno de niños y papás.

En un momento determinado mi mirada se tropezó con la joven pareja. Ella vestía uniforme escolar, su cara era la de una niña de 12 años, no más; su cuerpo no denotaba ni sugería las formas de una mujer. A sus pies descansaba una mochila escolar con la figura de una famosa gatita, en su pelo un prendedor reproducía al mismo personaje, prácticamente era una niña.

El jovencito aquel, era de aproximadamente la misma edad, tal vez un año mayor, los cabellos peinados hacia arriba. Él no llevaba uniforme escolar ni mochila alguna. Ambos se encontraban fundidos en un abrazo, detrás de ellos algunas personas columpiaban a sus hijos pequeños, delante de ellos la gente caminaba, compraba, platicaba y los miraba.

Lo estrecho del abrazo le permitía al joven tener completo acceso a la espalda de la niña y a mucho más que eso, por lo cual, sus manos recorrían libremente toda la parte posterior de la chica e incluso, exploraban por en medio de sus piernas. Ella nunca lo detuvo ni lo contuvo, no se cohibió ni realizó ningún movimiento de rechazo, simplemente consintió las atropelladas, grotescas y públicas caricias.

Por supuesto que no me quedé a terminar de ver la irreverente función, seguí caminando con una mezcla de sentimientos, pensamientos y reflexiones congestionadas en mi mente. Ciertamente en la Ciudad de México he visto situaciones que difícilmente se podrían presenciar en otra ciudad, pero el hecho aquí relatado me dejó completamente desconcertado.

Entiendo que las emociones, las pasiones y los impulsos se desatan y que en muchas ocasiones lo hacen de manera incontrolable; pero hay condiciones, horarios, lugares y sobre todo, edades para poder vivir y disfrutar esos ímpetus a plenitud. Por otra parte, no se conciben esas situaciones cuando las personas deberían estar viviendo procesos relacionados con la infancia.

También entiendo que cada quien goza de entera libertad para educar a sus hijos de la manera que quiera o considere más adecuada, pero existen normas de conducta y aspectos morales que no es conveniente trasgredir, porque las sanciones sociales y las repercusiones personales suelen ser muy duras, no solo para ellas, también para ellos.

No me voy a referir en esta ocasión a las señoritas porque ya muchas letras se han escrito sobre ello y porque no quiero caer en polémicas con criterios feministas. Quiero dirigirme a los muchachos (no a los niños como los del relato anterior) y trataré de hacerlo sin darme golpes de pecho, sin prejuicios religiosos y sin apasionamientos estériles. 

Muchachos, en cualquier tipo de relación en la que se encuentren con una chica, sea un noviazgo formal, un enamoramiento pasajero, una relación de esas carentes de compromiso o una de las llamadas “free”; es fundamental, principal y absolutamente necesario respetar y proteger a nuestra pareja.

No voy a caer en definiciones académicas o filosóficas de estos dos valores, simplemente consideraré el respeto y la protección de nuestra pareja como la acción de ponerla a salvo de las maledicencias, las habladurías y las etiquetas sociales y culturales.

Sabemos que la sociedad es muy dura con las chicas, que poco se necesita ver, escuchar o saber para que una jovencita sea calificada con un sobrenombre de sólo cuatro letras; y también sabemos que una vez puesta esa etiqueta social, muy difícilmente se pueden librar de ella. Tomando en cuenta esa consideración, muchachos, cuiden a sus parejas, no las expongan a los comentarios, a las burlas, las infamias y las habladurías de la gente.

¿Cómo pueden lograr eso? Es fácil, no hagan público lo estrictamente privado. Esto implica no hablar de ella en sentido peyorativo ni hacer alardes de los alcances que han tenido en el conocimiento de su anatomía. Y muy importante, no la exhiban ni muestren sus logros a los ojos de gente.

Siempre habrá tiempos y espacios para un beso húmedo y suave, para una caricia  que aproxime a la intimidad, para un abrazo cálido y ceñido; a la mitad de un parque, la calle, el malecón, una fiesta, el cine o la escuela nunca será el lugar ni el momento favorable para esas manifestaciones afectivas, aún y cuando no se cuente con otro lugar disponible.

El concepto de intimidad se relaciona con los aspectos interiores de cada persona, si esta noción la trasladamos a los espacios de la pareja, entonces tendremos que referirnos a elementos que atañen única y exclusivamente a la pareja y a nadie más; por tanto será necesario asegurar que la intimidad no se exhiba ni se muestre y menos se haga pública, porque si esto sucedería se perdería el significado de intimidad.

Posiblemente esto a alguien no le importe, pero entonces las consecuencias sociales irán directo al cuestionamiento de la honorabilidad, el recato y la virtud. Y me parece que nadie, sea hombre o mujer, se sentiría orgulloso de amar o de estar al lado de una persona de dudosa reputación o de discutible decoro. Pero la situación se agrava si son ustedes mismos, muchachos, la causa y la consecuencia del desprestigio social de sus propias novias o parejas.

Jóvenes, si alguna chica se anima o atreve a hacer algo con ustedes es porque los ama, porque confía o porque así lo decidió; por tanto, no la defrauden, no la exhiban, cuiden esos sentimientos y atesoren esas manifestaciones como algo propio, íntimo, como hechos que pertenecen al universo esencial de la pareja y no al dominio público.

Es verdad, en ocasiones la temperatura sube y las emociones se proyectan, entonces es preciso recurrir a toda la hombría y la fortaleza interna para atemperar esas inquietudes y esperar el tiempo propicio, durante el cual, les aseguro, el amor se disfrutará mucho más. Mientras llegan esos instantes de plenitud emocional, respeten y protejan a su pareja.

No sé que habrá sucedido con aquella parejita, no me imagino hacia qué regiones los conducirán sus emociones y sus actos, tal vez su historia sea una más de las que surgen y se esfuman en esta enorme ciudad, tal vez su historia sea la manifestación plena y concreta de una sociedad cambiante. Espero que no.

lunes, 14 de mayo de 2012

53. De tiempos y modas

Publicado el 14 de mayo de 2012

“Los muchachos de hoy ya no son los mismos de antes, ya ni siquiera desean usar sombreros” exclamo aquel elegante caballero al tiempo que manoteaba al viento su oloroso habano.
“Los tiempos buenos se han ido, hoy las cosas están tan mal que ya nadie sabe ni siquiera vestir, antes todo era fineza y garbo, que lástima que todo cambió” añadió. Con extrañeza lo miré y casi sin querer, algunas imágenes e ideas se apilaron en mi mente. 
Fue hace apenas unos días, en uno de esos domingos que se estiran implacables y parecen no tener fin, caminaba despacio por el llamado Jardín del Arte en la ciudad de México; ese enorme parque entre las calles de Sullivan y Villalongín que desde hace más de 50 años alberga, cada domingo, la multicolor galería urbana de obras de arte salidas de los más variados estilos y pinceles.

Fue entonces que escuché la gruesa y clara voz de aquel hombre entrado en años que reprendía severamente a un grupo de jóvenes. Inicialmente pensé que era uno de aquellos personajes que tras perder muchas batallas se enfrascan con la vida en cualquier esquina. Pero él no era de esos.

Vestía impecable un traje gris, de aquellos que incluyen chaleco y corbata de moño, reposaba ufano en un sillón de madera a la sombra de un álamo; en la mano izquierda un puro y sobre sus piernas elegantemente cruzadas, un sombrero de lana (de esos que solo se adquieren en los establecimientos de los antiguos portales de mercaderes junto al Zócalo).

El grupo de muchachos que sufría aquella reprimenda se aglutinaba en torno a algunas pinturas que reflejaban estampas citadinas de los años treinta o cuarentas y, desenfadadamente, reían y comentaban en torno a aquellas lejanas formas de vestir. Fue eso lo que enfadó al caballero elegante.
La letanía de aquel hombre incluyó calificativos para las modas actuales que iban desde andrajosas, deshilachadas y descoloridas, hasta irreverentes, insultantes lascivas e impertinentes. Los jóvenes fueron amables y comedidos, simplemente se miraron entre sí y se alejaron sin hacer mayores comentarios.
En medio de todo aquel alboroto de formas y denominadores quedé yo, mirando hacia los extremos del tiempo y la moda, observando por un lado la tradicional elegancia en el vestir y por el otro la expresiva casualidad de figuras y colores.

Ahí estaba yo, situado en el margen intermedio que existe entre estas representativas épocas y, sea la edad, el tiempo, el ánimo o el momento, caí en la cuenta de que mis simpatías y agrados se comparten en igualdad de términos.

Repasé los severos contraargumentos impartidos a la moda y las alabanzas a los “buenos y lejanos tiempos” y reparé en el agraciado hecho de sentirme parte integral y activa de los actuales buenos tiempos, los que te permiten sin mayores reparos acomodarte a las formas y a los momentos.
Si, afortunadamente pertenezco a esta benigna época que se amolda al cashmere y a la mezclilla, a los sombreros panamá y las cachuchas Bilbao lo mismo que a las gorras deportivas; que va del clásico color Oxford a vibrantes, escandalosas y divertidas tonalidades de verdes, rosas y naranjas; tiempos que propician la alternancia entre lo formal y lo casual, lo elegante y lo relajado.

Es verdad, los tiempos han cambiado, y las formas de vestir también, yo no sé si hemos mejorado o empeorado, lo cierto es que no importa la edad que se tenga, sino el momento, la ocasión y la oportunidad para ir de lo casual a lo formal, a lo deportivo o lo, de plano, extraordinariamente cómodo.
Aquel caballero se quedó de fijo en su época de tradicional elegancia, celebro que existan personajes así, que resguarden las añejas costumbres, los modos y las modas; que nos permitan un atisbo en el tiempo a aquellas clásicas usanzas en las formas de vestir y actuar.

Celebro las juveniles, frescas y expresivas formas en la ropa actual. Pero aún, mucho más, festejo la época que nos permite ir de una moda a la otra en un par de horas. Dichosos tiempos que nos tocó vivir.

domingo, 19 de febrero de 2012

52. Pedaleando en Reforma

Publicado el 18 de febrero de 2012

A quien me enseñó la dicha de
                                                                                                                                      manejar una bicicleta

 Hace apenas un año se me hubiera hecho difícil imaginarlo, aún hoy, me siento sorprendido cuando me descubro, despreocupado y sin prisas, manejando una bicicleta en las laterales del Paseo de la Reforma, una de las principales y más hermosas avenidas de la Ciudad de México.
Lo asombroso de todo, lo representa el hecho de que, manejar una bicicleta en el Paseo de la Reforma, no es algo extraordinario, inusual o que sorprenda a muchos en esta ciudad, por el contrario, es una actividad cotidiana y muy normal en esta parte de la capital de la república.

En las primeras horas de cualquier día laboral, es habitual ver a numerosas personas trasladarse en bicicleta por la importante y elegante avenida, y no, no están ejercitándose ni portan ropa deportiva, simplemente cubren el último tramo de su traslado hacia sus centros de trabajo y van perfectamente vestidos de traje y corbata los hombres o de medias y tacones las mujeres.

Yo también pedaleo alegremente en las mañanas rumbo a mi oficina, y no corro ningún peligro porque lo hago en los carriles de confinamiento para bicicletas ubicados en las laterales del Paseo de la Reforma, cerca de los automóviles pero al mismo tiempo con la seguridad de que no invadirán el espacio exclusivo para los ciclistas.

Lo que si es importante destacar es el hecho de que la mayoría de los que nos transportamos en bicicleta no somos dueños de la misma, utilizamos las que pone a disposición el sistema de transporte individual Ecobici y que nos renta por 300 pesos anuales.

Este modelo de transporte público individual para trayectorias cortas, de gran aceptación entre los capitalinos y de creciente demanda, fue adaptado de esquemas similares que se usan en París y Barcelona, considerados como los más exitosos en cuanto a su funcionamiento, operación y mantenimiento.

El sistema es simple: te inscribes en el programa, pagas la cuota que te da derecho a una credencial con la que acudes a las cicloestaciones; un lector óptico te asigna una bicicleta y te permite usarla hasta por 45 minutos, al término de los cuales la depositas en la cicloestación más cercana a tu destino (están repartidas por buena parte del centro histórico y colonias aledañas al Paseo de la Reforma) y eso es todo.

5 minutos después puedes solicitar otra bicicleta y conducirla por un periodo de tiempo similar, si no cumples con el lapso asignado corres el riesgo de que se te amonesten o suspendan la membresía y el privilegio de disfrutar de las dinámicas y versátiles bicicletas.

¿Alguien se roba las bicicletas? Desde que el programa empezó a funcionar en febrero de 2010 solo se han robado 2 de las mil doscientas bicicletas públicas, una cifra bastante baja para los estándares y la fama que se acarrea esta ciudad, mucho más si tomamos en consideración que los casi 30 mil usuarios inscritos en este programa realizamos un promedio de 8 mil 500 viajes diarios.

Esta cómoda, segura, ecológica, amigable, divertida y hasta romántica opción de transporte crecerá este año a casi 4 mil bicicletas y 65 mil usuarios quienes, apoyados por estudios de ingeniería de tránsito y en el establecimiento de vías de circulación confinadas, permitirán que se incremente el flujo de ciclistas.

Mientras todo eso sucede, yo continuo con mis recorridos en bicicleta, disfrutando del arbolado Paseo de la Reforma, conduciendo al lado de automovilistas que han aprendido a respetar a los ciclistas, o manejando sobre los amplios espacios para peatones, lo cual también está permitido, siempre que se respete la preferencia de las personas que caminan en esos lugares.

Si, es una visión distinta de la Ciudad de México, alejada de la imagen que se proyecta en las notas rojas de los medios de comunicación sensacionalistas, es una realidad alterna que se vive y se disfruta, una paradoja de los tiempos, un remanso de tranquilidad en el continuo apresuramiento y desasosiego que inspira y proyecta esta ciudad y la vida misma.

Ahí voy yo, con mi pedaleo sereno y relajado, conduciendo sin prisas ni sobresaltos hacia un destino conocido y con la certeza de que estaré bien al llegar. Mientras tanto, la ciudad pasa a mi lado, no me daña, no me empuja, no me acosa ni amenaza, simplemente transcurre suave y tranquila, como si ella también estuviera sobre una bicicleta.

domingo, 12 de febrero de 2012

51. Desfile en Reforma

Publicado en agosto de 2011

La noche se asoma imperceptible por entre los modernos edificios de la capital, la avenida se congestiona aún más de automóviles que se desafían y riñen por ganar apenas unos metros de pavimento; en la acera las personas caminan sumergidas entre prisas e incertidumbres. En el centro de todo, la desinhibida Diana Cazadora se planta plena de vanidades y cuajada de su cotidiana sensualidad. Es la vida que transcurre, es el tiempo que se escurre y resbala por las calles de la ciudad de México.

Mientras permanezco sentado en una añosa banca de la avenida Reforma y como si se tratara de una muestra diseñada intencionalmente, ante mí discurren los actores que le dan cierta representatividad a la escena de la vida en este favorecido sector del Distrito Federal; en tanto que yo, casi sin darme cuenta, me voy transformando en un casual, paciente e impasible espectador de este inusual desfile.

En este inexorable trascurrir del tiempo, sin mayores recatos y sin nada más importante que hacer, mi mente divaga e imagina, vagabundea y recrea insignificantes suposiciones sobre las personas que transitan sin imaginar que son observadas y que han sido convertidas en efímero tema de estudio.

Es fácil imaginar que aquella chica va saliendo de alguna oficina, una urgencia la retrasó; ahora camina aprisa en busca de un taxi al mismo tiempo que marca un número en su teléfono móvil. La llamada viaja y se concreta, tal vez responde un hijo que espera en casa, un ansioso e impaciente amante o la amiga confidente de sus diarias inquietudes.

Con paso lento y apesadumbrado entra en la escena un hombre, su bolsa repleta de artículos diferentes no deja lugar a dudas, es un vendedor ambulante. Hoy tuvo un mal día, la abrumadora competencia lo venció de la misma forma en que la vida lo va sometiendo día tras día. Su mirada busca un resquicio de esperanza, nada; duda un instante sobre el camino a seguir, finalmente se decide y se pierde en las calles.

Este debe ser un ejecutivo, lleva en una mano un portafolio y en la otra el teléfono; su mirada extraviada no difiere mucho de la del vendedor ambulante, son los mismos gestos, las mismas vaguedades, la misma desesperanza y desaliento; aunque las preocupaciones, los intereses y los alcances sean de otra índole.

El hombre es observado por una chica de cabello largo, falda corta y tacones hasta el cielo; lo mira con interés por un rato, pone cara de fastidio y se aleja; al hacerlo, pasa junto a un joven que luce un peinado de cola de caballo y aretes en varias partes del rostro, él le dice algo, ella ni siquiera lo mira y acelera el paso.

Una pareja de novios caminan despreocupados y sumergidos en el extraño sentimiento que los aproxima; no les importa que ambos sean del mismo sexo, no se reprimen ni se esconden (en esta ciudad no tienen por qué hacerlo) sus manos y sus almas se aferran mientras se besan, ríen y se sumergen confiados en su mundo abierto y diverso.

Se abre un espacio para las nuevas y distintivas tribus urbanas; son dos chicas: faldas, blusas, mallas y tenis negros (apenas se asoman tímidos algunos tintes rosas y blancos) peinados extraños, aretes y aretes y más aretes. Son muy jóvenes, buscan identidad, no saben de filosofías ni de estilos de vida ni de radicalismos a ultranza. Allá van, demostrando una falsa seguridad y un innecesario atrevimiento.

Pasa frente a mí un grupo, ellos de hombres de traje y corbata, la mayoría de ellas con traje sastre; recuerdo que esta parte de la ciudad es un área de múltiples y muy variadas oficinas y negocios. La forma de vestir los uniforma, no puedo adivinar el puesto que podrían ocupar en la jerarquía organizacional. Es con toda seguridad la burocracia que hace advertir su presencia en la escena nacional.

No la había notado, pero tengo un compañero de banca; alrededor de los setenta años, suéter abierto al frente, boina a la manera de los gachupines, bastón de madera y un libro cerrado del cual no alcanzo a leer el título. Él no es un espectador, su mirada descansa en la nada, se pierde en realidades extinguidas, en esperanzas fugitivas; en las ilusiones y amores que alguna vez persiguió y alcanzó.
La noche se ha concretado, el desfile no cesa (nunca se detiene en esta ciudad); yo debo marchar, ahora seré yo quien transite frente a otros espectadores que tal vez también hilvanen sus propias suposiciones sobre mí. Avanzo aprisa sobre Reforma al encuentro de mi camino y de los sueños que con tanto esfuerzo y emoción estoy construyendo en este día a día.

Tras de mí, la gente sigue entrelazando sus historias, viviendo sus vidas y librando sus particulares batallas en una ciudad que no te ofrece mucha tregua. Detrás también queda, la siempre lozana Diana Cazadora, la sublime celestina que todo lo mira y todo lo calla, testigo fiel del incesante latir del corazón de la Ciudad de México.