domingo, 12 de febrero de 2012

51. Desfile en Reforma

Publicado en agosto de 2011

La noche se asoma imperceptible por entre los modernos edificios de la capital, la avenida se congestiona aún más de automóviles que se desafían y riñen por ganar apenas unos metros de pavimento; en la acera las personas caminan sumergidas entre prisas e incertidumbres. En el centro de todo, la desinhibida Diana Cazadora se planta plena de vanidades y cuajada de su cotidiana sensualidad. Es la vida que transcurre, es el tiempo que se escurre y resbala por las calles de la ciudad de México.

Mientras permanezco sentado en una añosa banca de la avenida Reforma y como si se tratara de una muestra diseñada intencionalmente, ante mí discurren los actores que le dan cierta representatividad a la escena de la vida en este favorecido sector del Distrito Federal; en tanto que yo, casi sin darme cuenta, me voy transformando en un casual, paciente e impasible espectador de este inusual desfile.

En este inexorable trascurrir del tiempo, sin mayores recatos y sin nada más importante que hacer, mi mente divaga e imagina, vagabundea y recrea insignificantes suposiciones sobre las personas que transitan sin imaginar que son observadas y que han sido convertidas en efímero tema de estudio.

Es fácil imaginar que aquella chica va saliendo de alguna oficina, una urgencia la retrasó; ahora camina aprisa en busca de un taxi al mismo tiempo que marca un número en su teléfono móvil. La llamada viaja y se concreta, tal vez responde un hijo que espera en casa, un ansioso e impaciente amante o la amiga confidente de sus diarias inquietudes.

Con paso lento y apesadumbrado entra en la escena un hombre, su bolsa repleta de artículos diferentes no deja lugar a dudas, es un vendedor ambulante. Hoy tuvo un mal día, la abrumadora competencia lo venció de la misma forma en que la vida lo va sometiendo día tras día. Su mirada busca un resquicio de esperanza, nada; duda un instante sobre el camino a seguir, finalmente se decide y se pierde en las calles.

Este debe ser un ejecutivo, lleva en una mano un portafolio y en la otra el teléfono; su mirada extraviada no difiere mucho de la del vendedor ambulante, son los mismos gestos, las mismas vaguedades, la misma desesperanza y desaliento; aunque las preocupaciones, los intereses y los alcances sean de otra índole.

El hombre es observado por una chica de cabello largo, falda corta y tacones hasta el cielo; lo mira con interés por un rato, pone cara de fastidio y se aleja; al hacerlo, pasa junto a un joven que luce un peinado de cola de caballo y aretes en varias partes del rostro, él le dice algo, ella ni siquiera lo mira y acelera el paso.

Una pareja de novios caminan despreocupados y sumergidos en el extraño sentimiento que los aproxima; no les importa que ambos sean del mismo sexo, no se reprimen ni se esconden (en esta ciudad no tienen por qué hacerlo) sus manos y sus almas se aferran mientras se besan, ríen y se sumergen confiados en su mundo abierto y diverso.

Se abre un espacio para las nuevas y distintivas tribus urbanas; son dos chicas: faldas, blusas, mallas y tenis negros (apenas se asoman tímidos algunos tintes rosas y blancos) peinados extraños, aretes y aretes y más aretes. Son muy jóvenes, buscan identidad, no saben de filosofías ni de estilos de vida ni de radicalismos a ultranza. Allá van, demostrando una falsa seguridad y un innecesario atrevimiento.

Pasa frente a mí un grupo, ellos de hombres de traje y corbata, la mayoría de ellas con traje sastre; recuerdo que esta parte de la ciudad es un área de múltiples y muy variadas oficinas y negocios. La forma de vestir los uniforma, no puedo adivinar el puesto que podrían ocupar en la jerarquía organizacional. Es con toda seguridad la burocracia que hace advertir su presencia en la escena nacional.

No la había notado, pero tengo un compañero de banca; alrededor de los setenta años, suéter abierto al frente, boina a la manera de los gachupines, bastón de madera y un libro cerrado del cual no alcanzo a leer el título. Él no es un espectador, su mirada descansa en la nada, se pierde en realidades extinguidas, en esperanzas fugitivas; en las ilusiones y amores que alguna vez persiguió y alcanzó.
La noche se ha concretado, el desfile no cesa (nunca se detiene en esta ciudad); yo debo marchar, ahora seré yo quien transite frente a otros espectadores que tal vez también hilvanen sus propias suposiciones sobre mí. Avanzo aprisa sobre Reforma al encuentro de mi camino y de los sueños que con tanto esfuerzo y emoción estoy construyendo en este día a día.

Tras de mí, la gente sigue entrelazando sus historias, viviendo sus vidas y librando sus particulares batallas en una ciudad que no te ofrece mucha tregua. Detrás también queda, la siempre lozana Diana Cazadora, la sublime celestina que todo lo mira y todo lo calla, testigo fiel del incesante latir del corazón de la Ciudad de México.


1 comentario:

  1. Mi querido Gerardo,
    Estoy sorprendido por la calidad de escritura, vos deberías ser escritor y si lo eres, ya mismo esperamos el primer libro, y si lo tienes dime cuál es!!!

    Te saluda
    Mauricio Ortiz

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