“Los muchachos de hoy ya no
son los mismos de antes, ya ni siquiera desean usar sombreros” exclamo aquel
elegante caballero al tiempo que manoteaba al viento su oloroso habano.
“Los tiempos buenos se han
ido, hoy las cosas están tan mal que ya nadie sabe ni siquiera vestir, antes
todo era fineza y garbo, que lástima que todo cambió” añadió. Con extrañeza lo
miré y casi sin querer, algunas imágenes e ideas se apilaron en mi mente.
Fue hace apenas unos días, en
uno de esos domingos que se estiran implacables y parecen no tener fin,
caminaba despacio por el llamado Jardín del Arte en la ciudad de México; ese
enorme parque entre las calles de Sullivan y Villalongín que desde hace más de
50 años alberga, cada domingo, la multicolor galería urbana de obras de arte
salidas de los más variados estilos y pinceles.
Fue entonces que escuché la
gruesa y clara voz de aquel hombre entrado en años que reprendía severamente a
un grupo de jóvenes. Inicialmente pensé que era uno de aquellos personajes que
tras perder muchas batallas se enfrascan con la vida en cualquier esquina. Pero
él no era de esos.
Vestía impecable un traje
gris, de aquellos que incluyen chaleco y corbata de moño, reposaba ufano en un
sillón de madera a la sombra de un álamo; en la mano izquierda un puro y sobre
sus piernas elegantemente cruzadas, un sombrero de lana (de esos que solo se
adquieren en los establecimientos de los antiguos portales de mercaderes junto
al Zócalo).
El grupo de muchachos que
sufría aquella reprimenda se aglutinaba en torno a algunas pinturas que
reflejaban estampas citadinas de los años treinta o cuarentas
y, desenfadadamente, reían y comentaban en torno a aquellas lejanas formas de
vestir. Fue eso lo que enfadó al caballero elegante.
La letanía de aquel hombre
incluyó calificativos para las modas actuales que iban desde andrajosas,
deshilachadas y descoloridas, hasta irreverentes, insultantes lascivas e
impertinentes. Los jóvenes fueron amables y comedidos, simplemente se miraron
entre sí y se alejaron sin hacer mayores comentarios.
En medio de todo aquel
alboroto de formas y denominadores quedé yo, mirando hacia los extremos del
tiempo y la moda, observando por un lado la tradicional elegancia en el vestir
y por el otro la expresiva casualidad de figuras y colores.
Ahí estaba yo, situado en el
margen intermedio que existe entre estas representativas épocas y, sea la edad,
el tiempo, el ánimo o el momento, caí en la cuenta de que mis simpatías y
agrados se comparten en igualdad de términos.
Repasé los severos
contraargumentos impartidos a la moda y las alabanzas a los “buenos y lejanos
tiempos” y reparé en el agraciado hecho de sentirme parte integral y activa de los
actuales buenos tiempos, los que te permiten sin mayores reparos acomodarte a
las formas y a los momentos.
Si, afortunadamente
pertenezco a esta benigna época que se amolda al cashmere y a la mezclilla, a
los sombreros panamá y las cachuchas Bilbao lo mismo que a las gorras deportivas;
que va del clásico color Oxford a vibrantes, escandalosas y divertidas tonalidades
de verdes, rosas y naranjas; tiempos que propician la alternancia entre lo
formal y lo casual, lo elegante y lo relajado.
Es verdad, los tiempos han
cambiado, y las formas de vestir también, yo no sé si hemos mejorado o empeorado,
lo cierto es que no importa la edad que se tenga, sino el momento, la ocasión y
la oportunidad para ir de lo casual a lo formal, a lo deportivo o lo, de plano,
extraordinariamente cómodo.
Aquel caballero se quedó de
fijo en su época de tradicional elegancia, celebro que existan personajes así,
que resguarden las añejas costumbres, los modos y las modas; que nos permitan
un atisbo en el tiempo a aquellas clásicas usanzas en las formas de vestir y actuar.
Celebro las juveniles,
frescas y expresivas formas en la ropa actual. Pero aún, mucho más, festejo la
época que nos permite ir de una moda a la otra en un par de horas. Dichosos
tiempos que nos tocó vivir.
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