Hoy, mi navidad tiene la cara de mis hijos, la imagen de mis padres, la sonrisa de mis hermanos y la paz de la abuela; se acompaña de tíos y primos y se cobija con el calor de todos mis amigos. Por todo eso, este año, nuevamente celebraré y disfrutaré de mi mejor y más grata navidad.
miércoles, 23 de diciembre de 2009
40.Mis mejores navidades
Hoy, mi navidad tiene la cara de mis hijos, la imagen de mis padres, la sonrisa de mis hermanos y la paz de la abuela; se acompaña de tíos y primos y se cobija con el calor de todos mis amigos. Por todo eso, este año, nuevamente celebraré y disfrutaré de mi mejor y más grata navidad.
lunes, 21 de diciembre de 2009
39. La gala de navidad
miércoles, 9 de diciembre de 2009
38. La Trinidad
Las enormes chimeneas capturan más mi atención que la formidable alberca techada y climatizada en la que, la imagen de los bañistas, contrasta de manera curiosa con los gruesos abrigos y bufandas que usamos los que no estamos en un plan vacacional.
martes, 8 de diciembre de 2009
37. Una canastilla para María
Pueden donar cualquiera de los artículos antes descritos, en cualquier cantidad, de cualquier marca y precio; sólo una condición necesaria y entendible, todo deberá ser nuevo, recuerden que es para un bebé que se inicia en la vida. Piensen en lo representativo que será vestir a un recién nacido en el día que celebramos el nacimiento de Cristo.
martes, 10 de noviembre de 2009
36. El cementerio de Seybaplaya
Estoy completamente seguro de que hace cien años el cementerio seybano era un lugar ordenado y espacioso, pero la sobrepoblación lo ha rebasado a tal grado de que solo queda un recuerdo de lo que fue su calle central. Unos cuantos metros de camino y todo se vuelve un conjunto de sepulturas en multicolor desorden.
La falta de espacio es tal que casi no queda lugar para poner un pie y se precisa caminar sobre los sepulcros. Incluso hay tumbas sobre otras tumbas. Algo más llama la atención, la cantidad de veces en que se repiten los mismos apellidos en las lápidas, podría decirse que es un cementerio familiar. Supongo que esto es algo común en las ciudades pequeñas.
Seybaplaya es la tierra donde nacieron y murieron mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos por la vía paterna. Quizás por eso el camposanto seybano es el sitio de aquella ciudad que, después de la playa de Payucán, en mayores ocasiones he visitado a lo largo mi vida.
Los primeros días de noviembre, señalan la fecha para el acostumbrado peregrinar familiar para visitar el lugar donde descansan los abuelos. No es una tradición obligada; es voluntaria, afectuosa e incluyente. Tampoco dura mucho tiempo, solo lo suficiente para saludar, hacer limpieza y dejar algunas flores.
Esta visita nos obliga a caminar por encima de tumbas azules, verdes y amarillas. En un principio leemos el nombre del dueño de la sepultura y calladamente le pedimos permiso para pasar por sobre lo que representa, su última morada. Nunca he deseado escuchar una respuesta, pero supongo que contamos con la autorización, en realidad no tienen más remedio.
Con el paso de los minutos y a fuerza de escalar sepulcros, vamos tomando confianza y entonces nos desplazamos con mayor libertad hasta llegar al lugar donde reposan los padres de mi padre.
Es un osario revestido de mosaicos rojos con una pequeña lápida donde se leen los nombres de Francisco Oliva Rebolledo y Rosario Villarino Flores. De manera invariable sorprende leer la fecha en que nacieron: 1895 y 1896 respectivamente. En tan solo tres generaciones, la familia ha transitado por tres siglos. Él murió en 1967 y ella en 1983.
Dada la naturaleza familiar, la visita infaliblemente se vuelve ruidosa, se salpica de risas y se llena de anécdotas familiares. No hay rezos, pero tampoco falta de respeto; es sólo la genética que se asoma y revela ante hechos tan contundentes y fatales como la muerte misma.
Es una forma de ser y enfrentar tan añejas pérdidas, tan perceptibles presencias; es descubrirse tal cual ante el lugar donde reposan los eslabones que dieron origen a una familia armoniosa, alegre y amigable.
Hasta hace algunos años, caminar por la parte interna del muro principal del cementerio era como dar un paseo por la historia familiar, ahí estaban las lápidas de bisabuelos y tatarabuelos. No eran losas muy grandes, algunas ya estaban casi lisas y costaba trabajo leer sus inscripciones.
Hoy ya no es posible verlas, han quedado ocultas por nuevas tumbas y mausoleos. Es una pena haber extraviado el recuerdo tangible de aquellas personas que vivieron en un mundo tan duro y tan distinto al mío pero cuyo legado trasciende, flota en mi sangre y perdura en la de mis hijos.
El cementerio de Seybaplaya es lo más parecido a un libro de hojas sepias y añosas, aquellos que huelen a otros tiempos, aquellos de capítulos perdidos y anotaciones difusas. Cada lápida, cada persona que ahí yace, es una palabra que aunque ya no pueda leerse, fue escrita con fuerza y con esfuerzo y, su mensaje, ha sido repetido infinidad de veces y grabado en el espíritu y el carácter de sus descendientes.
Yo no nací en Seybaplaya y tal vez nunca descansaré en su desordenado y singular cementerio, pero al ser el pueblo de mis antepasados es también mi pueblo, es mi tierra, es mi historia, memoria y herencia.
domingo, 4 de octubre de 2009
35. Hablemos de sobrepeso
Desde que tengo uso de razón he sido gordito, esa ha sido una característica personal que me ha acompañado en todo lo que llevo de existir en este mundo; esta ha sido una condición un tanto extraña para mí porque nunca he sido de comer en exceso; por otra parte, yo practicaba fútbol cuando niño y aún en mi adolescencia era fácil verme practicando ese o algún otro deporte.
Más extraño todavía es el hecho de que mi sobrepeso nunca me importó mucho, simplemente no le prestaba atención a esa realidad. Según yo, había situaciones más importantes en que pensar, hacer y decidir, por lo que me concentré en esas cosas y seguí siendo un gordito feliz, despreocupado y desfachatado.
Sin embargo, pasados los años, un persistente dolor en las rodillas me condujo hasta el consultorio médico, el diagnóstico no viene al caso, pero una de las recomendaciones fue bajar de peso para aliviar la presión de todo mi cuerpo encima de las rodillas. Casualmente y más o menos por esos días, me enteré de algunos fallecimientos de jóvenes menores de 35 años víctimas de infartos al corazón. Eso encendió algunas alarmas en mi ánimo.
Lo menos que yo he deseado es abandonar precipitada y prematuramente este planeta (que por alguna razón me gusta mucho). Por lo que sentí que había llegado el momento preciso de revisar prioridades y tomar una decisión que involucre la necesaria disminución de mi sobrepeso, lo cual entendí, se relaciona directamente con mi estado de salud.
Lo primero que hice fue informarme acerca del problema, lo que leí fue alarmante: de acuerdo con estadísticas realizadas por el Instituto Mexicano del Seguro Social, en 2007 el 62 por ciento de los mexicanos de 20 a 59 años padecían sobrepeso u obesidad, mientras que en las mexicanas del mismo rango de edad representaba casi el 70 por ciento. Las cifras anteriores posicionaron a nuestro país en el segundo lugar mundial de obesidad, sólo detrás de Estados Unidos.
¿Pero qué ocasiona este grave problema? De acuerdo a lo que publica en su portal la Organización Mundial para la Salud, la causa fundamental del sobrepeso y la obesidad se debe al aumento en la ingesta de alimentos ricos en grasas y azúcares pero con escasas vitaminas y minerales, así como a una marcada tendencia a la disminución de la actividad física, producto de la naturaleza sedentaria del trabajo y a los medios de transporte.
Las consecuencias de este sobrepeso y obesidad se reflejan en el incremento de enfermedades cardiovasculares y del aparato locomotor (principalmente artrosis) diabetes mellitus y algunos cánceres como los del endometrio, mama y colon. En forma paralela a éstas, se pueden presentar trastornos emocionales como depresión, ansiedad e irritabilidad. ¿Cuál de todas estas enfermedades le gusta? A mí tampoco.
La solución parece sencilla, bajar de peso; esto se puede lograr reduciendo de la dieta las grasas, harinas, pastas y azúcares, aumentando el consumo de frutas y verduras, legumbres y granos integrales y realizando actividad física (al menos 30 minutos de intensidad moderada durante 5 días a la semana). No es sencillo, le aseguro que no lo es, pero es necesario y muy importante hacerlo. No hay alternativa.
Entonces me enfrasqué en una decidida, saludable, permanente, constante, agotadora pero muy estimulante lucha en contra del sobrepeso, esta cruzada me ha llevado tanto a nadar asiduamente como a sudar la gota gorda levantando mancuernas y jalando poleas en un gimnasio.
Al principio me costó mucho trabajo (es difícil abandonar los hábitos sedentarios) hubo muchos días en que la apatía y la desidia mordió fuerte, pero era necesario ser constante hasta adquirir un nuevo estilo de vida. Me ayudó mucho visualizarme en el futuro como un hombre sano y feliz, libre de achaques y enfermedades y cuando veo reflejados los resultados en la báscula y en mi bienestar general, aumenta mi motivación y las ganas de continuar.
Falta mucho, es importante reconocerlo y mencionarlo. Falta modificar mi cultura alimentaria, esto implica comer más sano, tener una dieta equilibrada, ponderar las fibras, disminuir harinas y grasas y definir un horario fijo para la realización de las comidas (5 por día). Esto será el trabajo de los próximos meses.
jueves, 17 de septiembre de 2009
34. La feria de San Román
Esta feria tiene su origen en la veneración del Cristo Negro que reposa en la capilla de uno de los barrios más antiguos, tradicionales y populosos de la ciudad de Campeche, el barrio de San Román, un lugar tranquilo en las orillas de un mar aún más sosegado, de calles limpias y retorcidas, con casas enormes que al paso del tiempo se han ido dividiendo, de vecinos que se conocen y saludan desde muchas generaciones atrás y de una fe inquebrantable en su santo patrono.
La historia refiere que la imagen (tallada en ébano y de ahí su ennegrecido color) llegó a la entonces villa de Campeche, procedente de Italia, el 14 de septiembre de 1565. El último tramo de su traslado marítimo (desde Veracruz) está enmarcado por un hecho considerado el primer milagro que obró Dios en favor de los campechanos: la barcaza que transportaba la imagen pudo sortear una aterradora tormenta que hizo naufragar navíos aún más grandes y mejor construidos; a partir de ahí, la cadena de favores no se ha detenido.
Para celebrar el arribo de la imagen a las playas sanromaneras, cada año se organiza la llamada “Feria del Cristo Negro de San Román” una fiesta que es hoy, una mezcla de eventos religiosos, culturales, deportivos, artísticos y sociales y un excelente pretexto para celebrar las tradiciones campechanas y amalgamarlas con los festejos con motivo de la independencia de México.
Todos en esta ciudad tenemos remembranzas e historias referentes a esta feria, todos hemos ido a besar la imagen y a pedirle favores de cualquier tipo, mismos que por lo general son concedidos en tiempo y en forma, lo que significa un retorno al año siguiente para agradecer y para pedir un nuevo auxilio a la sagrada imagen.
Yo tengo mis particulares recuerdos, aquellos que se remontan a la niñez y que tienen que ver más con la diversión que con la religión. Recuerdos de aquella época, no tan lejana, en que la feria se instalaba en los alrededores del templo y avanzaba sobre un Paseo de los Héroes que lucía en esos días repleto de juegos mecánicos: caballitos, rueda de la fortuna (desde la parte más alta podías contemplar las torres de catedral o la placidez del mar) carros chocones y trenecitos, entre otros.
Cómo no recordar esas caminatas por los muy estrechos pasillos de la feria, empujando a otras personas, sintiendo manos ajenas en la espalda y en ocasiones, en otras partes del cuerpo; admirando las novedades artesanales traídas de otras partes del país, comprando los tradicionales churros, las sodas y el nance curtido en ron habanero.
Las colas para subirse a los principales juegos mecánicos de Ordoñez: el Pulpo y el Remolino. Ya siendo de mayor edad, tocaba el turno a los tremendo aparatos de Nava: el Huracán y el Trabants, auténticos revolvedores de contenidos estomacales, pero un magnífico y muy tonto pretexto para demostrar la valentía y el abandono de la adolescencia.
Independientemente de eso, a mí me gustaba visitar la “casa de los espejos”, pero muy especialmente, entrar a ver a los animales fenómenos: la gallina de seis patas y el cochinito de dos cabezas. También me divertía ver a la “Mujer Tarántula”, aquella que fue capturada en las selvas chiapanecas y que sufrió esa extraña mutación por desobedecer a sus padres, o contemplar la lenta y paulatina transformación de un hombre en una enorme boa constrictora. Nunca me preocupé por tratar de adivinar el truco, simplemente me recreaba con esos eventos.
En algunas ocasiones y al grito de “Esta y la otra” tuve la oportunidad de presenciar las “Tandas” del teatro Lírico y reírme con las bombas yucatecas de Chela y Ponzo, años después me desternillé de risa con las ocurrencias del Chino Herrera, de Cholo y Cheto, los reyes del teatro regional.
Debo reconocer que nunca he jugado la lotería campechana en la feria, quizá porque todos los espacios están permanentemente ocupados por las señoras que han hecho de ese juego de figuras y fichas, un auténtico vicio. Sin embargo tengo una anécdota de mi abuelo, siendo él un niño de 10 años, se ganó una “volada” obteniendo un premio de 12 pesos con los que pudo comprar un reloj de péndulo (que aún perdura en la casa de mi madre) cuatro camisas y dos pibipollos. Ese fue un gran premio.
Otra tradición de la feria de San Román son los gremios que acuden a venerar a la imagen del Cristo Negro, los recuerdo cargando sus estandartes de terciopelo y sus faroles en forma de estrella iluminados desde su interior por veladoras. Los gremios, como hasta hoy, anuncian su paso por las principales calles del barrio con “voladores” (petardos que se elevan y estallan) y regueros de bombas que causan expectación y asustan a más de uno.
Yo participé en el gremio de jóvenes, en una ocasión me tocó entrar al templo cargando una antorcha y al intentar apagarla contra el suelo, incendié la alfombra del altar. En otra oportunidad, mi amigo “El Negro” encendió (sin intención) unos “voladores” que yo llevaba en la mano, los cuales arrojé para cualquier lugar armándose un verdadero caos entre los miembros del gremio juvenil. Afortunadamente nadie salió lastimado, ni siquiera yo, sólo se quemó mi camisa favorita. Ni modos, son cosas que pasan.
La feria de San Román hoy languidece: desde hace varios años los juegos mecánicos, los puestos de comida, ropa, trastes y artesanías, las atracciones de animales extraños, tiro al blanco, canicas, dardos y pelotas se instalan a un par de kilómetros de distancia de la capilla de San Román, lo que hace que se pierda la unidad de la feria y se debilite la identidad de la misma.
Tal vez al paso de los años las nuevas generaciones puedan adaptarse al cambio y disfrutar la feria como lo hicimos los de mi generación y los que estuvieron mucho antes que yo, tengo la confianza y la seguridad de que así será. Pero si no fuese posible, siempre se podrá rectificar y devolver la feria al barrio que le dio origen y sentido, entonces podrá recobrar su original color, su identidad sanromanera y su muy particular tradición. Espero que eso suceda muy pronto.
jueves, 10 de septiembre de 2009
33.30 años después de la Prevo
La primera clase que tuve en la Escuela Secundaria Técnica No. 1 (mejor conocida como la Prevo) fue civismo. Me alegró mucho darme cuenta que compartiría el grupo con varios ex compañeros de la primaria Adolfo López Mateos. Saludos de rigor, uniformes nuevos, sonrisas nerviosas, un poco de escándalo y la primera llamada de atención.
Se trataba de Mildred Waring, la maestra de inglés, ella daba clases en el salón de junto y el relajo la interrumpía y enojaba. Unas semanas más tarde rompimos un tubo de agua en el laboratorio. No se hizo esperar el correspondiente regaño grupal. Ni modos, así son las cosas cuando uno está en esa edad.
Después de eso toda la secundaria transcurrió como debe ser: juegos de fútbol entre clase y clase, maldades a los compañeros y bromas a las chicas; rayar clases y esconderse de “Carnavalito” (así apodábamos al prefecto, quien si nos descubría nos regresaba a nuestros salones) y de vez en cuando escaparse de la escuela para ir a vagar al Fovi o a ver a las chavas de la Miguel Hidalgo.
¿Qué otra cosa se puede hacer en la secundaria? Ah sí, es verdad, estudiar. Eso también lo hacíamos y por lo general a mis amigos y a mí siempre nos iba muy bien en los exámenes. Por supuesto, tareas y más tareas, investigaciones en la biblioteca y trabajos por equipos. Aguantar a los maestros, hacer actividades en el taller (en cualquiera menos en el de Ajuste de Banco) y auxiliar a alguna compañera que se posesionaba en plena clase.
En aquellos años no se acostumbraba que los chavos de la secundaria tuvieran novia, eran muy raras y escasas las parejas de novios; en lugar de eso, todos éramos amigos, nos juntábamos los chamacos y chamacas y nos quedábamos en cualquier lugar escuchando en una grabadora las canciones de “Fiebre de Sábado por la Noche” o comiendo charritos con cebolla y chile en el puesto que aún está frente a la escuela.
En esa época, la Prevo no tenía grupos únicos, cada año se integraban nuevos grupos de tal forma que durante los tres años de la secundaria me tocó compartir salón de clases con más de 100 compañeros, independientemente de los alumnos con quienes participaba en las actividades tecnológicas y de todos los demás que conocía porque eran amigos de mis amigos.
El resultado de todo ese intercambio de grupos fue que al llegar al término de la secundaria, los alrededor de 250 jóvenes que integramos la generación 1976-1979, éramos grandes amigos. Por ello el último día de clases fue de mucha alegría. Todo era abrazos, saludos, firmas en las camisas y cuadernos, buenos deseos y ofrecimientos de amistad permanente.
Ese último día de clases en la secundaria, no sabía que se cerraba una etapa fundamental en mi vida, una época de despreocupaciones, de rendirse al cansancio después de horas y horas de jugar bajo el sol, un tiempo de construir amistades sinceras, vínculos que han podido sobrevivir a pesar de disgustos y enojos pasajeros y nexos que con el paso de los años se tornaron fundamentales en mi vida.
Amigos de la secundaria que hoy son amigos de toda la vida, porque juntos iniciamos la aventura de nuestras vidas, porque nos conocimos cuando apenas abandonábamos la infancia y se abrían a nuestros ojos horizontes nuevos de conocimientos e inquietudes, de amores y desamores, de conflictos y de toma de decisiones.
Sorprendentemente, la promesa de amistad indisoluble hecha el último día de clases se cumplió. Logramos sostener los lazos amistosos a través del tiempo y de la distancia y a pesar de no contar con los auxiliares tecnológicos de esta época. Yo creo que eso fue algo heroico; por lo general sobreviven tres o cuatro amistades de aquellos días, tal vez 5 o un poco más, pero el caso de nosotros fue distinto.
La primera vez que nos reunimos después de concluir la secundaria fue en 1998, volvimos a encontrarnos cerca de 90 de aquellos compañeros. Fue una delicia volver a verlos y saludarlos y recuperar el ambiente jovial y despreocupado de la secundaria. Muchos no nos habíamos vuelto a ver desde aquellos días de la escuela, pero fue como si no hubiesen pasado los años, como si apenas un día antes nos hubiésemos visto en la clase de la maestra Ramona Zetina.
A partir de ahí, hemos organizado otras dos reuniones, en la última de ella nos reunimos casi 120 ex compañeros (algunos de ellos portando nuevamente el uniforme escolar) y tuvimos el gusto de tener la compañía del maestro Oscar “El teacher” Loria, quien fuera nuestro subdirector, además de algún colado de otra generación que se dejó contagiar del gusto por recuperar un fragmento de aquel tiempo.
Independientemente de esos encuentros, un grupo de 15 más o menos, nos reunimos con cierta frecuencia a platicar, festejar cumpleaños, reír, bromear, relatar logros, penas y andanzas y planear nuevos encuentros; pero sobretodo, a celebrar la dicha de estar juntos y de poder seguir siendo amigos a pesar de tantos ayeres y de tantos caminos recorridos.
El pasado mes de junio, se ajustaron 30 años de haber egresado de la Prevo, desafortunadamente y por inconvenientes propios de la vida laboral y familiar, no tuvimos la oportunidad de celebrarlo juntos, como estoy seguro, todos hubiésemos querido. Sin embargo, no perdemos la esperanza y las ganas de poder realizar un encuentro en el mes de diciembre o en el próximo año o en cualquier otro momento.
Lo importante es volver a estar juntos y nuevamente disfrutar la alegría de aquellos años, recordar los juegos, los apodos, bromas y anécdotas que han ido entretejiendo nuestras vidas y dándole un nuevo sentido a la amistad y al compañerismo que surgió en un instante de la vida en que por casualidad coincidimos en la misma escuela y en el mismo tiempo.
Hemos perdido a algunos compañeros de la generación, ellos corrieron más rápido que nosotros y llegaron antes a la meta final, siempre los recordamos. Muchos otros todavía están aquí pero no sabemos dónde. Ojalá lean este artículo y entren en contacto con nosotros, nos dará mucho gusto reunirnos con ustedes y recordar juntos aquel tiempo de secundaria.
Mientras llegan esos días, queda permanente y patente mi reconocimiento y afecto a todos los que compartieron conmigo la generación dorada del 76-79 en la Prevo. Desde estas páginas los abrazo y saludo y les deseo mucha suerte, salud y felicidad en sus vidas.
miércoles, 5 de agosto de 2009
32. Sembraré tres árboles
Yo crecí en una de esas casas de grandes patios que todavía perduran en el barrio de San Román, muchos de mis juegos se realizaban en torno a los árboles que ahí crecían, recuerdo uno viejo de zapote y otros más de huaya, guayaba, naranja agria, guanábana y anona; había también un árbol que daba unos frutos redondos, pequeños y olorosos conocidos con el nombre maya de koloc, un alegre limonero y en la parte final del patio un saramuyo. Entre todos ellos llenaban de sombra el patio y la cocina de frutas frescas.
Resulta fácil adivinar que yo no sembré ninguno de esos árboles, de hecho, ellos ya daban frutos cuando mi madre era una niña. Quizá fueron sembrados por mi abuela o por la bisabuela, quizá por alguien anterior a ellas. Finalmente eso no es lo importante, lo trascendente es que una persona depositó una semilla que germinó o plantó una rama que creció y se transformó en un árbol que alimentó y protegió a otras generaciones.
Por eso considero que sembrar un árbol es una tarea anónima, es precisamente de ese anonimato de donde brota su carácter espiritual, profundo y filosófico; se siembra para la posteridad, para que otros cosechen los frutos de tu esfuerzo, tu dedicación y entusiasmo. Para que alguien que tal vez nunca conocerás se apoye en su tronco y resguardado a su sombra encuentre el aliento y las fuerzas para retomar el camino de su vida.
De esa esencia espiritual y casi religiosa están invadidos los patios de nuestras casas, esa es la energía que habita nuestros parques y todos los espacios que albergan a aquel árbol que alegra nuestra vista, adorna nuestra ciudad y purifica el aire que respiramos. De esa naturaleza están llenos nuestros patios íntimos y personales.
Y sin embargo, mi vida va transcurriendo inexorable y placidamente sin que en ningún instante de ella me halla permitido la gracia, el encanto y la magia de plantar un arbolito; eso me parece una grave omisión y una seria incongruencia para alguien que, desde hace muchos años, ha estado en la búsqueda constante de sentirse parte integral de su entorno natural.
Por ello, la idea de sembrar un árbol y con ello hacer coherente mis acciones con esa parte importante de mis creencias y pensamientos, ha ido creciendo. El detonante final de la decisión fue conocer la costumbre de una familia ficticia que protagonizó una historia en la televisión.
Ellos representaban los cambios definitivos en la vida de cada miembro de la familia sembrando un árbol, de tal manera que su enorme jardín estaba poblado por los árboles que simbolizaban cada nacimiento y cada matrimonio, la llegada a la mayoría de edad o simplemente el hecho de haber conocido al amor de sus vidas. Igualmente plantaban un árbol con motivo de la creación de alguna empresa o la compra de alguna propiedad que revistiera particular importancia para la historia familiar.
Esa tradición (con todo lo ficticia que resulta) encierra una enorme trascendencia y un carácter casi místico al materializar las transformaciones intangibles en la vida de una persona. Si ligas el instante en que inicia tu matrimonio o el nacimiento de un hijo con el momento en que siembras un árbol, podrás ver claramente su crecimiento, su fortalecimiento y su continua renovación y amarás a ese árbol por su representación emocional más que por su carácter natural.
Por eso, haciendo eco de esa costumbre y porque son tres mis hijos, voy a sembrar tres árboles. Serán tres árboles que den muchas flores y muchas frutas, cuidaré que estén en una tierra generosa y fértil, pondré especial empeño en que tengan raíces profundas y tan fuertemente adheridas al suelo que mis arbolitos podrán estremecerse por los vientos de la vida pero nunca serán derribados; y con la confianza de su fortaleza, sus ramas podrán elevarse orgullosas, plenas y serenas hasta acariciar las estrellas y el cielo.
Y cuando vea a mis árboles ya crecidos, colmados de sus frutas y sus nidos, bendecidos por la fuerza divina de quien creó la naturaleza y todas las cosas, sabré que he trascendido a mi misión y que he dejado semillas buenas que germinarán aún cuando yo ya no esté aquí.