martes, 10 de noviembre de 2009

36. El cementerio de Seybaplaya

Publicado el 10 de noviembre de 2009



Tumbas de muchos colores, algunas austeras y a ras de piso, otras revestidas de mosaicos y con grandes estatuas, las hay encimadas, curiosamente adelgazadas, escondidas y hasta rotas. Así es el cementerio de Seybaplaya, un lugar donde no existen caminos ni espacios, sólo la paz, la eternidad y el recuerdo oculto de mis antepasados.

Estoy completamente seguro de que hace cien años el cementerio seybano era un lugar ordenado y espacioso, pero la sobrepoblación lo ha rebasado a tal grado de que solo queda un recuerdo de lo que fue su calle central. Unos cuantos metros de camino y todo se vuelve un conjunto de sepulturas en multicolor desorden.

La falta de espacio es tal que casi no queda lugar para poner un pie y se precisa caminar sobre los sepulcros. Incluso hay tumbas sobre otras tumbas. Algo más llama la atención, la cantidad de veces en que se repiten los mismos apellidos en las lápidas, podría decirse que es un cementerio familiar. Supongo que esto es algo común en las ciudades pequeñas.

Seybaplaya es la tierra donde nacieron y murieron mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos por la vía paterna. Quizás por eso el camposanto seybano es el sitio de aquella ciudad que, después de la playa de Payucán, en mayores ocasiones he visitado a lo largo mi vida.

Los primeros días de noviembre, señalan la fecha para el acostumbrado peregrinar familiar para visitar el lugar donde descansan los abuelos. No es una tradición obligada; es voluntaria, afectuosa e incluyente. Tampoco dura mucho tiempo, solo lo suficiente para saludar, hacer limpieza y dejar algunas flores.

Esta visita nos obliga a caminar por encima de tumbas azules, verdes y amarillas. En un principio leemos el nombre del dueño de la sepultura y calladamente le pedimos permiso para pasar por sobre lo que representa, su última morada. Nunca he deseado escuchar una respuesta, pero supongo que contamos con la autorización, en realidad no tienen más remedio.

Con el paso de los minutos y a fuerza de escalar sepulcros, vamos tomando confianza y entonces nos desplazamos con mayor libertad hasta llegar al lugar donde reposan los padres de mi padre.

Es un osario revestido de mosaicos rojos con una pequeña lápida donde se leen los nombres de Francisco Oliva Rebolledo y Rosario Villarino Flores. De manera invariable sorprende leer la fecha en que nacieron: 1895 y 1896 respectivamente. En tan solo tres generaciones, la familia ha transitado por tres siglos. Él murió en 1967 y ella en 1983.

Dada la naturaleza familiar, la visita infaliblemente se vuelve ruidosa, se salpica de risas y se llena de anécdotas familiares. No hay rezos, pero tampoco falta de respeto; es sólo la genética que se asoma y revela ante hechos tan contundentes y fatales como la muerte misma.

Es una forma de ser y enfrentar tan añejas pérdidas, tan perceptibles presencias; es descubrirse tal cual ante el lugar donde reposan los eslabones que dieron origen a una familia armoniosa, alegre y amigable.

Hasta hace algunos años, caminar por la parte interna del muro principal del cementerio era como dar un paseo por la historia familiar, ahí estaban las lápidas de bisabuelos y tatarabuelos. No eran losas muy grandes, algunas ya estaban casi lisas y costaba trabajo leer sus inscripciones.

Hoy ya no es posible verlas, han quedado ocultas por nuevas tumbas y mausoleos. Es una pena haber extraviado el recuerdo tangible de aquellas personas que vivieron en un mundo tan duro y tan distinto al mío pero cuyo legado trasciende, flota en mi sangre y perdura en la de mis hijos.

El cementerio de Seybaplaya es lo más parecido a un libro de hojas sepias y añosas, aquellos que huelen a otros tiempos, aquellos de capítulos perdidos y anotaciones difusas. Cada lápida, cada persona que ahí yace, es una palabra que aunque ya no pueda leerse, fue escrita con fuerza y con esfuerzo y, su mensaje, ha sido repetido infinidad de veces y grabado en el espíritu y el carácter de sus descendientes.

Yo no nací en Seybaplaya y tal vez nunca descansaré en su desordenado y singular cementerio, pero al ser el pueblo de mis antepasados es también mi pueblo, es mi tierra, es mi historia, memoria y herencia.