Tradición, devoción, música, color, juegos, diversión, paseos y risas interminables; es el folclor de mi tierra y mi gente, la fiesta de mi barrio, la feria del Cristo Negro de San Román; una manifestación clara y auténtica de la fe y la alegría de los campechanos que le agrega al mes de septiembre un matiz incomparable y una composición increíble pero divertida de la campechanía en plenitud y que hoy parece debilitarse al seccionarse sus instalaciones.
Esta feria tiene su origen en la veneración del Cristo Negro que reposa en la capilla de uno de los barrios más antiguos, tradicionales y populosos de la ciudad de Campeche, el barrio de San Román, un lugar tranquilo en las orillas de un mar aún más sosegado, de calles limpias y retorcidas, con casas enormes que al paso del tiempo se han ido dividiendo, de vecinos que se conocen y saludan desde muchas generaciones atrás y de una fe inquebrantable en su santo patrono.
La historia refiere que la imagen (tallada en ébano y de ahí su ennegrecido color) llegó a la entonces villa de Campeche, procedente de Italia, el 14 de septiembre de 1565. El último tramo de su traslado marítimo (desde Veracruz) está enmarcado por un hecho considerado el primer milagro que obró Dios en favor de los campechanos: la barcaza que transportaba la imagen pudo sortear una aterradora tormenta que hizo naufragar navíos aún más grandes y mejor construidos; a partir de ahí, la cadena de favores no se ha detenido.
Para celebrar el arribo de la imagen a las playas sanromaneras, cada año se organiza la llamada “Feria del Cristo Negro de San Román” una fiesta que es hoy, una mezcla de eventos religiosos, culturales, deportivos, artísticos y sociales y un excelente pretexto para celebrar las tradiciones campechanas y amalgamarlas con los festejos con motivo de la independencia de México.
Todos en esta ciudad tenemos remembranzas e historias referentes a esta feria, todos hemos ido a besar la imagen y a pedirle favores de cualquier tipo, mismos que por lo general son concedidos en tiempo y en forma, lo que significa un retorno al año siguiente para agradecer y para pedir un nuevo auxilio a la sagrada imagen.
Yo tengo mis particulares recuerdos, aquellos que se remontan a la niñez y que tienen que ver más con la diversión que con la religión. Recuerdos de aquella época, no tan lejana, en que la feria se instalaba en los alrededores del templo y avanzaba sobre un Paseo de los Héroes que lucía en esos días repleto de juegos mecánicos: caballitos, rueda de la fortuna (desde la parte más alta podías contemplar las torres de catedral o la placidez del mar) carros chocones y trenecitos, entre otros.
Cómo no recordar esas caminatas por los muy estrechos pasillos de la feria, empujando a otras personas, sintiendo manos ajenas en la espalda y en ocasiones, en otras partes del cuerpo; admirando las novedades artesanales traídas de otras partes del país, comprando los tradicionales churros, las sodas y el nance curtido en ron habanero.
Las colas para subirse a los principales juegos mecánicos de Ordoñez: el Pulpo y el Remolino. Ya siendo de mayor edad, tocaba el turno a los tremendo aparatos de Nava: el Huracán y el Trabants, auténticos revolvedores de contenidos estomacales, pero un magnífico y muy tonto pretexto para demostrar la valentía y el abandono de la adolescencia.
Independientemente de eso, a mí me gustaba visitar la “casa de los espejos”, pero muy especialmente, entrar a ver a los animales fenómenos: la gallina de seis patas y el cochinito de dos cabezas. También me divertía ver a la “Mujer Tarántula”, aquella que fue capturada en las selvas chiapanecas y que sufrió esa extraña mutación por desobedecer a sus padres, o contemplar la lenta y paulatina transformación de un hombre en una enorme boa constrictora. Nunca me preocupé por tratar de adivinar el truco, simplemente me recreaba con esos eventos.
En algunas ocasiones y al grito de “Esta y la otra” tuve la oportunidad de presenciar las “Tandas” del teatro Lírico y reírme con las bombas yucatecas de Chela y Ponzo, años después me desternillé de risa con las ocurrencias del Chino Herrera, de Cholo y Cheto, los reyes del teatro regional.
Debo reconocer que nunca he jugado la lotería campechana en la feria, quizá porque todos los espacios están permanentemente ocupados por las señoras que han hecho de ese juego de figuras y fichas, un auténtico vicio. Sin embargo tengo una anécdota de mi abuelo, siendo él un niño de 10 años, se ganó una “volada” obteniendo un premio de 12 pesos con los que pudo comprar un reloj de péndulo (que aún perdura en la casa de mi madre) cuatro camisas y dos pibipollos. Ese fue un gran premio.
Otra tradición de la feria de San Román son los gremios que acuden a venerar a la imagen del Cristo Negro, los recuerdo cargando sus estandartes de terciopelo y sus faroles en forma de estrella iluminados desde su interior por veladoras. Los gremios, como hasta hoy, anuncian su paso por las principales calles del barrio con “voladores” (petardos que se elevan y estallan) y regueros de bombas que causan expectación y asustan a más de uno.
Yo participé en el gremio de jóvenes, en una ocasión me tocó entrar al templo cargando una antorcha y al intentar apagarla contra el suelo, incendié la alfombra del altar. En otra oportunidad, mi amigo “El Negro” encendió (sin intención) unos “voladores” que yo llevaba en la mano, los cuales arrojé para cualquier lugar armándose un verdadero caos entre los miembros del gremio juvenil. Afortunadamente nadie salió lastimado, ni siquiera yo, sólo se quemó mi camisa favorita. Ni modos, son cosas que pasan.
La feria de San Román hoy languidece: desde hace varios años los juegos mecánicos, los puestos de comida, ropa, trastes y artesanías, las atracciones de animales extraños, tiro al blanco, canicas, dardos y pelotas se instalan a un par de kilómetros de distancia de la capilla de San Román, lo que hace que se pierda la unidad de la feria y se debilite la identidad de la misma.
Tal vez al paso de los años las nuevas generaciones puedan adaptarse al cambio y disfrutar la feria como lo hicimos los de mi generación y los que estuvieron mucho antes que yo, tengo la confianza y la seguridad de que así será. Pero si no fuese posible, siempre se podrá rectificar y devolver la feria al barrio que le dio origen y sentido, entonces podrá recobrar su original color, su identidad sanromanera y su muy particular tradición. Espero que eso suceda muy pronto.
Esta feria tiene su origen en la veneración del Cristo Negro que reposa en la capilla de uno de los barrios más antiguos, tradicionales y populosos de la ciudad de Campeche, el barrio de San Román, un lugar tranquilo en las orillas de un mar aún más sosegado, de calles limpias y retorcidas, con casas enormes que al paso del tiempo se han ido dividiendo, de vecinos que se conocen y saludan desde muchas generaciones atrás y de una fe inquebrantable en su santo patrono.
La historia refiere que la imagen (tallada en ébano y de ahí su ennegrecido color) llegó a la entonces villa de Campeche, procedente de Italia, el 14 de septiembre de 1565. El último tramo de su traslado marítimo (desde Veracruz) está enmarcado por un hecho considerado el primer milagro que obró Dios en favor de los campechanos: la barcaza que transportaba la imagen pudo sortear una aterradora tormenta que hizo naufragar navíos aún más grandes y mejor construidos; a partir de ahí, la cadena de favores no se ha detenido.
Para celebrar el arribo de la imagen a las playas sanromaneras, cada año se organiza la llamada “Feria del Cristo Negro de San Román” una fiesta que es hoy, una mezcla de eventos religiosos, culturales, deportivos, artísticos y sociales y un excelente pretexto para celebrar las tradiciones campechanas y amalgamarlas con los festejos con motivo de la independencia de México.
Todos en esta ciudad tenemos remembranzas e historias referentes a esta feria, todos hemos ido a besar la imagen y a pedirle favores de cualquier tipo, mismos que por lo general son concedidos en tiempo y en forma, lo que significa un retorno al año siguiente para agradecer y para pedir un nuevo auxilio a la sagrada imagen.
Yo tengo mis particulares recuerdos, aquellos que se remontan a la niñez y que tienen que ver más con la diversión que con la religión. Recuerdos de aquella época, no tan lejana, en que la feria se instalaba en los alrededores del templo y avanzaba sobre un Paseo de los Héroes que lucía en esos días repleto de juegos mecánicos: caballitos, rueda de la fortuna (desde la parte más alta podías contemplar las torres de catedral o la placidez del mar) carros chocones y trenecitos, entre otros.
Cómo no recordar esas caminatas por los muy estrechos pasillos de la feria, empujando a otras personas, sintiendo manos ajenas en la espalda y en ocasiones, en otras partes del cuerpo; admirando las novedades artesanales traídas de otras partes del país, comprando los tradicionales churros, las sodas y el nance curtido en ron habanero.
Las colas para subirse a los principales juegos mecánicos de Ordoñez: el Pulpo y el Remolino. Ya siendo de mayor edad, tocaba el turno a los tremendo aparatos de Nava: el Huracán y el Trabants, auténticos revolvedores de contenidos estomacales, pero un magnífico y muy tonto pretexto para demostrar la valentía y el abandono de la adolescencia.
Independientemente de eso, a mí me gustaba visitar la “casa de los espejos”, pero muy especialmente, entrar a ver a los animales fenómenos: la gallina de seis patas y el cochinito de dos cabezas. También me divertía ver a la “Mujer Tarántula”, aquella que fue capturada en las selvas chiapanecas y que sufrió esa extraña mutación por desobedecer a sus padres, o contemplar la lenta y paulatina transformación de un hombre en una enorme boa constrictora. Nunca me preocupé por tratar de adivinar el truco, simplemente me recreaba con esos eventos.
En algunas ocasiones y al grito de “Esta y la otra” tuve la oportunidad de presenciar las “Tandas” del teatro Lírico y reírme con las bombas yucatecas de Chela y Ponzo, años después me desternillé de risa con las ocurrencias del Chino Herrera, de Cholo y Cheto, los reyes del teatro regional.
Debo reconocer que nunca he jugado la lotería campechana en la feria, quizá porque todos los espacios están permanentemente ocupados por las señoras que han hecho de ese juego de figuras y fichas, un auténtico vicio. Sin embargo tengo una anécdota de mi abuelo, siendo él un niño de 10 años, se ganó una “volada” obteniendo un premio de 12 pesos con los que pudo comprar un reloj de péndulo (que aún perdura en la casa de mi madre) cuatro camisas y dos pibipollos. Ese fue un gran premio.
Otra tradición de la feria de San Román son los gremios que acuden a venerar a la imagen del Cristo Negro, los recuerdo cargando sus estandartes de terciopelo y sus faroles en forma de estrella iluminados desde su interior por veladoras. Los gremios, como hasta hoy, anuncian su paso por las principales calles del barrio con “voladores” (petardos que se elevan y estallan) y regueros de bombas que causan expectación y asustan a más de uno.
Yo participé en el gremio de jóvenes, en una ocasión me tocó entrar al templo cargando una antorcha y al intentar apagarla contra el suelo, incendié la alfombra del altar. En otra oportunidad, mi amigo “El Negro” encendió (sin intención) unos “voladores” que yo llevaba en la mano, los cuales arrojé para cualquier lugar armándose un verdadero caos entre los miembros del gremio juvenil. Afortunadamente nadie salió lastimado, ni siquiera yo, sólo se quemó mi camisa favorita. Ni modos, son cosas que pasan.
La feria de San Román hoy languidece: desde hace varios años los juegos mecánicos, los puestos de comida, ropa, trastes y artesanías, las atracciones de animales extraños, tiro al blanco, canicas, dardos y pelotas se instalan a un par de kilómetros de distancia de la capilla de San Román, lo que hace que se pierda la unidad de la feria y se debilite la identidad de la misma.
Tal vez al paso de los años las nuevas generaciones puedan adaptarse al cambio y disfrutar la feria como lo hicimos los de mi generación y los que estuvieron mucho antes que yo, tengo la confianza y la seguridad de que así será. Pero si no fuese posible, siempre se podrá rectificar y devolver la feria al barrio que le dio origen y sentido, entonces podrá recobrar su original color, su identidad sanromanera y su muy particular tradición. Espero que eso suceda muy pronto.