A mi abuelo don
Nicolás Luna Núñez
Ahí estaba yo nuevamente, caminando el malecón campechano, recordando el malecón de mi niñez, recordando los relatos de mi abuelo, sus cuentos de pescadores, sus aventuras de marinero, las historias que solo un abuelo como el mío podía narrar. Relatos que me ligaron para siempre al malecón de mi ciudad.
Nicolás Luna Núñez
Ahí estaba yo nuevamente, caminando el malecón campechano, recordando el malecón de mi niñez, recordando los relatos de mi abuelo, sus cuentos de pescadores, sus aventuras de marinero, las historias que solo un abuelo como el mío podía narrar. Relatos que me ligaron para siempre al malecón de mi ciudad.
Ayer salí a caminarlo, a recorrerlo, a reconocerlo y a reencontrarme con tantas remembranzas que sobreviven en el espacio estrecho de mis más cálidos afectos. A mi lado iba mi hijo, pero por necesidad cordial, por la obligación que nace de sentimientos profundos, evoqué otras compañías y otros pasos que alguna vez transitaron muy cerca de mí.
Mi primer recuerdo fue para mi abuelo; fueron muchas las tardes en que vimos el sol ponerse sentados en la baranda del malecón antiguo; a veces me contaba de sus viajes de marinero que lo llevaron a destinos como Nueva Orleans o La Habana entre otros, me hablaba de enormes tormentas que azotaban su barco, narraba naufragios y rescates insólitos en alta mar.
A veces solíamos caminar desde el antiguo cuartel militar (en la esquina de la calle Victoria) hasta el parque Moch Cohuó, al cual se accedía a través de dos pequeños puentes ya que en esa época estaba rodeado por el mar, hecho que permitía el ingreso a sus alrededores de pequeños peces y de los llamados mex (cacerolas de mar) que abundaban en ese entonces en las orillas del malecón.
Durante esas caminatas hablaba de los tiempos en que no existía el malecón y en su lugar había una extensa playa en la que, al atardecer, los pescadores dejaban descansar sus fuerzas y sus cayucos, tejían sus redes entre los cocales y se relajaban inventando historias fantásticas de tiburones y ballenas.
Me contó acerca del tranvía de mulitas que transitaba por aquellos rumbos con destino o preveniente del poblado de Lerma y que en una ocasión atropelló a su primo Agustín, ese hecho, aún con todo lo trágico que fue y lo peor que pudo ser, nunca ha dejado de sorprenderme pues, me parece que el tranvía solo pasaba 2 veces al día y me imagino que la velocidad debió ser muy limitada, sin embargo atropellaron al que después sería conocido como “El Cojo Tín”.
Habló también de la construcción del cementerio de San Román, decía que una turbonada derribó la recién hecha barda frontal matando a dos albañiles. Ese hecho, aunado a las supersticiones de la época, motivaron que la construcción fuera abandonada durante muchos años y que su interior, al llenarse de maleza sirviera de refugio para algunos venados que a riesgo de su vida se aventuraban hasta esas proximidades de la entonces pequeña ciudad.
Con el paso del tiempo abandoné la niñez y tristemente también, las caminatas y los relatos del abuelo. Entonces, de camino a la preparatoria, transitaba rápidamente por el malecón a bordo de mi bicicleta. Era un deleite sentir la brisa en mi cara, el sol en mi espalda y toda la vida y el futuro por delante.
Años después, mis pasos eran acompañados muy cercanamente y una mano se aferraba ilusionada a la mía, entonces el malecón cobró nuevos y más claros matices. Caminé empujando una carriola, corrí detrás de zapatitos rosados y azules, vigilé atento la trayectoria de un triciclo rojo y tuve que explicar a donde se va el sol cuando llega la noche.
Posteriormente llegó la transformación del malecón y con ella, una etapa en la que aires nuevos soplaron en mi vida, venían de todas direcciones, a veces me empujaban, a ratos me detenían. Entonces caminé por caminos diferentes, otros pasos siguieron los míos, otros sueños soñaron conmigo; todo frente a ese mismo horizonte, bajo el mismo sol, bajo la misma luna, pero con un espíritu renovado, más fuerte, sereno y pleno.
Hoy el abuelo ya no está conmigo, fue mi hijo quien me acompañó a caminar, fue él quien escuchó aquellas añejas historias que el abuelo un día me relató. Tal vez mañana las narraré a mis nietos y también exageraré e inventaré nuevas aventuras y llenaré sus mentes y sus vidas de fantasías, piratas y sirenas, caracoles y caballitos de mar.
La vida pasará, el tiempo transcurrirá inexorable. No importa, seguiré acudiendo al malecón a confesarle mis alegrías y mis penas, a presumirle mis triunfos y a llorar mis fracasos, a dejar flotar mis recuerdos sobre sus aguas mansas y a permitir que mis sueños vuelen presurosos junto a las gaviotas hacia destinos que se pierden en el mar. El malecón me mira, me reconoce y me saluda como se saluda a un viejo amigo, a un amigo de toda la vida.